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Bella como la luna y resplandeciente como el sol la Inmaculada Concepción de José de Alcíbar
Lenice Rivera
Museo de la Basílica de Guadalupe
El Museo de la Basílica de Guadalupe adquirió recientemente un óleo sobre tela del pintor novohispano José de Alcíbar. Si bien de la vida de este artista se sabe poco, se ubica su actividad creativa entre 1751 y 1801, además de que se tiene noticia de su participación en la naciente Academia de San Carlos hacia el final de su vida.[1]
El estilo amable y suntuoso de la pintura de la segunda mitad del siglo XVIII en general, y el de Alcíbar en particular, caracterizan el colorido limitado a tonos de azules, rosados, ocres y grises, además de la suavidad de la representación que nos ocupa: la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
María, como una doncella núbil y con las manos juntas en oración, ocupa la parte central de la composición. Son característicos de la representación inmaculista la túnica blanca y el manto celeste, que aquí ostenta bordes dorados y diminutas perlas.
Estos elementos permitieron al pintor mostrar las distintas calidades de las telas y dotar a la imagen de un movimiento que no rompe con la serenidad de la figura de la Virgen, plena de equilibrio y grandiosidad.
El largo traje, además, como símbolo del cuerpo intacto y del espacio cerrado, hace hincapié en la virginidad de María como verdadera Arca de la Alianza, carácter señalado también por el cabello largo y suelto que cae sobre los hombros, distintivo de las doncellas.
El atuendo es completado por un paño lis tado que cruza de un hombro al otro con ligereza, especie de paño de pudor semejante al que en aquella época debían utilizar las mujeres al rezar o al entrar a un templo.[2]
María Inmaculada, de rostro suave y de idealizada belleza acorde a la estética de la época, inclina un poco la cabeza sobre su hombro izquierdo y baja la mirada,[3] haciendo notorio con este gesto el carácter hierofánico de la representación. La luz de la obra se concentra hacia el centro donde ella se encuentra, mientras que en los ángulos quedan entre sombras algunas nubes, que enmarcan la escena como instrumento de visualización de lo sagrado. Entre ellas asoman las cabecitas de algunos serafines, que en diversas posiciones adoran a la Virgen y la resguardan.
En esta representación tardía, la Inmaculada es casi independiente y aparece en un ámbito celeste sin la vista de paisaje que muchas veces alude a la dimensión terrena. La figura de María cobra significado por sí misma, sin estar acompañada del Padre Eterno y el Espíritu Santo, creadores de la idea y la materia respectivamente, en la parte superior del lienzo. Tampoco su figura aplasta al dragón o a la sirena como representaciones del mal.
Sin embargo, a sus pies, cuatro angelillos o putti, además de dar dignidad a la escena, portan algunos elementos de las Letanías a la Virgen, recordando la iconografía de la Tota Pulchra.[4] De estas figuras, verdaderos emblemas marianos, que componen las salutaciones a la Virgen provenientes en su mayoría del Cantar de los Cantares, se distinguen la rosa mística o rosa sin espinas, la palma asociada generalmente a la victoria y la triple azucena que se refiere a la virginidad de María antes, durante y despúes del parto.
La representación de María concebida ab eterno Inmaculada es, pues, enfática en la pureza de la Madre de Dios. Como dogma tardío, sancionaba en 1854[5] un culto que de facto se había extendido a lo largo de los siglos por el occidente cristiano, si bien la idea tiene sus orígenes en la Iglesia griega.
Tras el Concilio de Trento el inmaculismo, que ya había generado una larga discusión teológica y una gran producción artística,[6] sirvió además como bandera de la Contrareforma y se convirtió en uno de los temas más caros al arte religioso del Barroco. Si bien en el siglo XIX la Inmaculada se entiende dentro de un proceso histórico de restauración de la vida religiosa y reacción al positivismo y al racionalismo por medio de fortalecimiento de algunas devociones, la fiesta de la concepción se celebraba en Occidente el 8 de diciembre desde los siglos XI y XII.[7]
Las fuentes plásticas de la Purísima Concepción incluyen, además de las antiguas representaciones de los libros de horas y los textos escriturarios, la narración apócrifa del Protoevangelio de Santiago que si bien no propone la idea, la deja implícita. Con este texto se relacionan algunos de los temas asociados a la iconografía inmaculista: La vara de Jesé (especie de árbol genealógico de los descendientes del rey David hasta Jesucristo), Santa Ana Triple (una escena de maternidad con la Virgen María y el niño Jesús), El abrazo ante la puerta dorada (que representa el encuentro de Joaquín y Ana, ancianos y estériles, tras haberles sido anunciado por un ángel el nacimiento de María, cuya concepción sin mancha quedaría sellada en ese momento con un beso) y La vara florida de José (como esposo elegido para María).
La representación plástica de María Inmaculada, preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción por singular gracia de Dios, se había asociado desde el siglo XVI con la Mujer Apocalíptica que lleva en su vientre al Redentor. San Juan describía a esta mujer, una señal aparecida en el cielo, vestida de sol (con el sol a sus espaldas), parada sobre la luna y coronada con doce estrellas.[8] Además de atributos celestiales estos símbolos inmaculistas corresponden a las figuras del Cantar: bella como la luna, resplandeciente como el sol (Pulchra ut luna, electa ut sol).[9] Pero María es también la Nueva Eva, la mujer obediente al designio divino que, victoriosa sobre las herejías (la serpiente), traerá la salvación al género humano. Así puede leerse la luminosidad que no sólo lanza destellos a sus espaldas, sino que la ilumina de frente casi como si ella misma fuera la fuente de luz, en un atemporal destierro de sombras.
Notas
[5] Por la Bula del papa Pío IX Ineffabilis Deus.
[7]Cfr. Manuel Trens, María, Iconografía de la Virgen en el Arte Español. Madrid: Plus Ultra, 1946.
La Inmaculada Concepción está relacionada a la Virgen de Guadalupe, no sólo por que la primera aparición se llevó a cabo dentro de su octava, sino por los atributos iconográficos compartidos y la relación explícita en textos como el de bachiller Miguel Sánchez Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe, de 1648.
[8]Ap 12,1.
[9]Cant 6, 9.