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[Giuseppe Corona, diácono:]
Santo Padre: desearía expresar ante todo mi gratitud y la de mis hermanos diáconos por el ministerio que tan providencialmente la Iglesia ha retomado con el Concilio, ministerio que nos permite dar plena expresión a nuestra vocación. Estamos comprometidos en una gran variedad de tareas que desarrollamos en ámbitos muy diferentes: la familia, el trabajo, la parroquia, la sociedad, también en las misiones en África y América Latina, entornos que usted ya indicó en la audiencia que nos concedió con ocasión del veinticinco aniversario del diaconado romano. Ahora nuestro número ha aumentado: somos 108. Y nos gustaría que nos indicara una iniciativa pastoral que pueda convertirse en signo de una presencia más incisiva del diaconado permanente en la ciudad de Roma, como sucedió en los primeros siglos de la Iglesia romana. De hecho, compartir un objetivo significativo, común, por un lado incrementaría la cohesión de la fraternidad diaconal, por otro daría mayor visibilidad a nuestro servicio en esta ciudad. Le presentamos, Santo Padre, el deseo de que nos indique una iniciativa que podamos compartir en los modos y en las formas que desee señalar. En nombre de todos los diáconos le saludo, Santo Padre, con filial afecto.
[Benedicto XVI:]
Gracias por este testimonio de uno de los más de cien diáconos de Roma. Desearía también yo expresar mi alegría y mi gratitud al Concilio, porque repuso este importante ministerio en la Iglesia universal. Debo decir que cuando era arzobispo de Munich no encontré tal vez más que a tres o cuatro diáconos y favorecí mucho este ministerio porque me parece que pertenece a la riqueza del ministerio sacramental en la Iglesia. Al mismo tiempo, puede ser igualmente un vínculo entre el mundo laico, el mundo profesional y el mundo del ministerio sacerdotal –dado que muchos diáconos continúan desenvolviendo sus profesiones y mantiene sus posiciones, importantes o también de vida sencilla, mientras que sábado y domingo trabajan en la Iglesia–. De esta forma testimonian en el mundo de hoy, asimismo en el mundo laboral, la presencia de la fe, el ministerio sacramental y la dimensión diaconal del sacramento del Orden. Esto me parece muy importante: la visibilidad de la dimensión diaconal.
Naturalmente asimismo todo sacerdote sigue siendo diácono y debe siempre pensar en esta dimensión, porque el Señor mismo se hizo nuestro ministro, nuestro diácono. Pensamos en el gesto del lavatorio de los pies, con el que explícitamente se muestra que el Maestro, el Señor, actúa como diácono y quiere que cuantos le siguen sean diáconos, que desempeñen este ministerio para la humanidad, hasta el punto de ayudar también a lavar los pies ensuciados de los hombres confiados a nosotros. Esta dimensión me parece de gran importancia.
En esta ocasión traigo a la memoria –aunque a lo mejor no es inmediatamente inherente al tema– una pequeña experiencia que apuntó Pablo VI. Cada día del Concilio se entronizó el Evangelio. Y el Pontífice dijo a los ceremonieros que una vez habría deseado realizar él mismo esta entronización del Evangelio. Le dijeron: no, ésta es tarea de los diáconos, no del Papa. Él escribió en su diario: pero también yo soy diácono, sigo siendo diácono y desearía también ejercer este ministerio del diaconado poniendo en el trono la Palabra de Dios. Por lo tanto esto nos concierne a todos. Los sacerdotes siguen siendo diáconos y los diáconos explicitan en la Iglesia y en el mundo esta dimensión diaconal de nuestro ministerio. Esta entronización litúrgica de la Palabra de Dios cada día durante el Concilio era siempre para nosotros un gesto de gran importancia: nos decía quién era el verdadero Señor de aquella asamblea, nos decía que sobre el trono está la Palabra de Dios y que nosotros ejercemos el ministerio para escuchar y para interpretar, para ofrecer a los demás esta Palabra. Es ampliamente significativo para todo cuanto hacemos: entronizar en el mundo la Palabra de Dios, la Palabra viva, Cristo. Que realmente sea Él quien gobierne nuestra vida personal y nuestra vida en las parroquias.
Además usted me hace una pregunta que, debo decir, excede un poco mis fuerzas: cuáles serían las tareas propias de los diáconos en Roma. Sé que el cardenal vicario conoce mucho mejor que yo las situaciones reales de la ciudad, de la comunidad diocesana de Roma. Pienso que una característica del ministerio de los diáconos es precisamente la multiplicidad de las aplicaciones del diaconado. En la Comisión Teológica Internacional, hace algunos años, estudiamos largamente el diaconado en la historia y también en el presente de la Iglesia. Y descubrimos justamente esto: no existe un perfil único. Cuánto se debe hacer, varía según la preparación de las personas, de las situaciones en las que se encuentran. Puede haber aplicaciones y concreciones muy diferentes, siempre en comunión con el obispo y con la parroquia, naturalmente. En las distintas situaciones se muestran varias posibilidades, también dependiendo de la preparación profesional que eventualmente tengan estos diáconos: podrían estar comprometidos en el sector cultural, tan importante hoy, o podrían tener una voz y un puesto significativo en el sector educativo. Pensamos este año precisamente en el problema de la educación como central para nuestro futuro, para el futuro de la humanidad.
Ciertamente el sector de la caridad era en Roma el sector originario, porque los títulos presbiterales y las diaconías eran centros de la caridad cristiana. Éste era desde el inicio en la ciudad de Roma un sector fundamental. En mi Encíclica Deus caritas est mostré que no sólo la predicación y la liturgia son esenciales para la Iglesia y para el ministerio de la Iglesia, sino que lo es igualmente el servicio de la caritas –en sus múltiples dimensiones– por los pobres, por los necesitados. Así que espero que en todo tiempo, en toda diócesis, si bien con situaciones distintas, ésta siga siendo una dimensión fundamental y también prioritaria para el compromiso de los diáconos, si bien no la única, como nos muestra también la Iglesia primitiva, donde los siete diáconos fueron elegidos precisamente para permitir a los apóstoles dedicarse a la oración, a la liturgia, a la predicación. También después Esteban se encuentra en la situación de tener que predicar a los helénicos, a los judíos de lengua griega, y así se amplía el campo de la predicación. Él está condicionado, digamos, por las situaciones culturales, donde tiene voz para hacer presente en dicho sector la Palabra de Dios y así hace más posible la universalidad del testimonio cristiano, abriendo las puertas a san Pablo, que fue testigo de su lapidación y posteriormente, en cierto sentido, su sucesor en la universalización de la Palabra de Dios. No sé si el cardenal vicario desea añadir una palabra; yo no estoy tan próximo a las situaciones concretas.
[Cardenal Camillo Ruini, vicario del Papa para la diócesis de Roma:]
Santo Padre: sólo puedo confirmar, como usted decía, que también en Roma en concreto los diáconos trabajan en muchos ámbitos, en su mayor parte en las parroquias, donde se ocupan de la pastoral de la caridad, pero por ejemplo muchos también están en la pastoral de la familia. Al estar casados casi todos los diáconos, preparan al matrimonio, siguen a los jóvenes parejas, y labores por el estilo. Además brindan una contribución significativa a la pastoral sanitaria, ayudan también en el Vicariato –donde algunos trabajan– y, como escuchó antes, en las misiones. Existe alguna presencia misionera de diáconos. Creo que, naturalmente, en el plano numérico el compromiso de amplitud más relevante es en las parroquias, pero existen igualmente otros ámbitos que se están abriendo y precisamente por esto tenemos ya más de un centenar de diáconos permanentes.
[Padre Graziano Bonfitto, vicario parroquial de la parroquia de Ognissanti:]
Santo Padre: soy originario de un pueblo de la provincia de Foggia, San Marco in Lamis. Soy un religioso de Don Orione y sacerdote desde hace año y medio, actualmente vice-párroco en la parroquia de Ognissanti, en el barrio Appio. No le oculto mi emoción, y también la increíble alegría que tengo en este momento, para mí tan privilegiado. Usted es el obispo y el pastor de nuestra Iglesia diocesana, pero es siempre el Papa y por lo tanto el pastor de la Iglesia universal. Por ello la emoción se multiplica irremediablemente. Desearía en primer lugar expresarle mi agradecimiento por todo lo que, día tras día, hace no sólo por nuestra diócesis de Roma, sino por la Iglesia entera. Sus palabras y sus gestos, sus atenciones hacia nosotros, pueblo de Dios, son signo del amor y de la cercanía que usted alimenta por todos y cada uno. Mi apostolado sacerdotal se ejerce en particular entre los jóvenes. Es precisamente en nombre de ellos que desearía darle hoy las gracias. Mi santo fundador, san Luigi Orione, decía que los jóvenes son el sol o la tempestad del mañana. Creo que en este momento histórico en que nos encontramos los jóvenes son tanto el sol como la tempestad, no del mañana, sino de ahora. Los jóvenes sentimos actualmente, más que nunca, la fuerte necesidad de tener certezas. Deseamos sinceridad, libertad, justicia, paz. Deseamos contar con personas que caminen con nosotros, que nos escuchen. Exactamente como Jesús con los discípulos de Emaús. La juventud desea personas capaces de indicar el camino de la libertad, de la responsabilidad, del amor, de la verdad. O sea, los jóvenes hoy tienen una inagotable se de Cristo. Una sed de testigos gozosos que hayan encontrado a Jesús y hayan apostado por Él toda su existencia. Los jóvenes quieren una Iglesia siempre en el terreno y cada vez más próxima a sus exigencias. La quieren presente en sus opciones de vida, aunque persista en ellos cierta sensación de indiferencia respecto a la Iglesia misma. El joven busca una esperanza fidedigna -como usted escribió en la última carta que nos dirigió a los fieles de Roma– para evitar vivir sin Dios. Santo Padre -permítame llamarle «papá»–, qué difícil es vivir en Dios, con Dios y por Dios. La juventud se siente insidiada por muchos frentes. Son tantos los falsos profetas, los vendedores de ilusiones. Demasiados los insinuadores de falsas verdades e ideales innobles. Con todo, la juventud que cree hoy, aún sintiéndose acorralada, está convencida de que Dios es la esperanza que resiste a todas las desilusiones, que sólo su amor no puede ser destruido por la muerte, aunque la mayor parte de las veces no es fácil encontrar espacio y valor para ser testigos. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo comportarse? ¿Vale efectivamente la pena seguir apostando la propia vida por Cristo? La vida, la familia, el amor, el gozo, la justicia, el respeto de las opiniones ajenas, la libertad, la oración y la caridad, ¿son todavía valores que hay que defender? La vida de los santos, que se mide por las bienaventuranzas, ¿es una vida idónea para el hombre, el joven del tercer milenio? Mil gracias por su atención, por su afecto y su premura por los jóvenes. La juventud está con usted: le estima, le quiere y le escucha. Siga siempre cerca, indíquenos cada vez con más fuerza la vía que lleva a Cristo, camino, verdad y vida. Ayúdenos a volar alto. Cada vez más alto. Y ruegue siempre por nosotros. Gracias.
[Benedicto XVI:]
Gracias por este bello testimonio de un joven sacerdote que está con los jóvenes, les acompaña y, como ha dicho, les ayuda a caminar con Cristo, con Jesús. ¿Qué decir? Todos sabemos lo difícil que es para un joven de hoy vivir como cristiano. El contexto cultural, el contexto mediático, aporta todo lo contrario del camino hacia Cristo. Parece precisamente que hace imposible ver a Cristo como centro de la vida y vivir la vida como Jesús la muestra. Sin embargo, me parece también que muchos sienten cada vez más la insuficiencia de todas estas ofertas, de este estilo de vida que al final deja vacío.
En este sentido me parece que justamente las lecturas de la liturgia de hoy, la del Deuteronomio (30, 15-20) y el pasaje evangélico de Lucas (9, 22-25), responden a cuanto, en sustancia, deberíamos decir a los jóvenes y siempre a nosotros mismos. Como usted ha mencionado, la sinceridad es fundamental. Los jóvenes deben percibir que no decimos palabras que no vivamos nosotros mismos, sino que hablamos porque hemos encontrado y buscamos encontrar cada día la verdad como verdad para mi vida. Sólo si estamos en este camino, si procuramos asimilar nosotros mismos esta vida y asociar nuestra vida a la del Señor, entonces también las palabras pueden ser creíbles y tener una lógica visible y convincente. Insisto: hoy ésta es la gran regla fundamental no sólo para la Cuaresma, sino para toda la vida cristiana: elige la vida. Ante ti tienes muerte y vida: elige la vida. Y me parece que la respuesta es natural. Son sólo pocos los que alimentan en lo profundo una voluntad de destrucción, de muerte, de no querer ya la existencia, la vida, porque todo es contradictorio para ellos. Lamentablemente, en cambio, se trata de un fenómeno que se amplía. Con todas las contradicciones, las falsas promesas, al final la vida parece contradictoria, ya no es un don, sino una condena y así hay quien desea más la muerte que la vida. Pero normalmente el hombre responde: sí, quiero la vida.
La cuestión sigue siendo cómo encontrar la vida, qué elegir, cómo elegir la vida. Y las ofertas que normalmente se hacen las conocemos: ir a la discoteca, conseguir todo lo posible, considerar la libertad como hacer todo lo que se quiera, todo lo que se ocurra en un momento determinado. Pero sabemos en cambio -y podemos mostrarlo– que éste es un camino de falsedad, porque al final no se encuentra la vida, sino realmente el abismo de la nada. Elige la vida. La misma lectura dice: Dios es tu vida, has elegido la vida y has hecho la elección: Dios. Esto me parece fundamental. Sólo así nuestro horizonte es lo suficientemente amplio y sólo así permanecemos en la fuente de la vida, que es más fuerte que la muerte, que todas las amenazas de la muerte. Así que la elección fundamental es ésta que se indica: elige a Dios. Es necesario entender que quien emprende el camino sin Dios al final se encuentra en la oscuridad, aunque pueda haber momentos en los que parezca que se ha hallado la vida.
Un paso más es cómo encontrar a Dios, como elegir a Dios. Aquí llegamos al Evangelio: Dios no es un desconocido, una hipótesis del primer inicio del cosmos. Dios tiene carne y hueso. Es uno de nosotros. Le conocemos con su rostro, con su nombre. Es Jesucristo, quien nos habla en el Evangelio. Es hombre y es Dios. Y siendo Dios, eligió al hombre para hacernos posible la elección de Dios. Así que es necesario entrar en el conocimiento y después en la amistad de Jesús para caminar con Él.
Considero que éste es el punto fundamental de nuestra atención pastoral de los jóvenes, para todos, pero sobre todo para los jóvenes: atraer la atención sobre la elección de Dios, que es la vida. Sobre el hecho de que Dios existe. Y existe de modo muy concreto. Y enseñar la amistad con Jesucristo.
Hay también un tercer paso. Esta amistad con Jesús no es una amistad con una persona irreal, con alguien que pertenece al pasado o que está lejos de los hombres, a la diestra de Dios. Él está presente en su cuerpo, que sigue siendo un cuerpo de carne y hueso: es la Iglesia, la comunión de la Iglesia. Debemos construir y hacer comunidades más accesibles que reflejen la gran comunidad de la Iglesia vital. Es un todo: la experiencia vital de la comunidad, con todas las debilidades humanas, pero sin embargo real, con un camino claro y una vida sacramental sólida en la que podemos tocar también lo que puede parecernos tan lejano, la presencia del Señor. De esta manera podemos igualmente aprender los mandamientos -por volver al Deuteronomio, del que partí. Porque la lectura dice: elegir a Dios quiere decir elegir según su Palabra, vivir según la Palabra. Por un momento esto parece casi positivista: son imperativos. Pero lo primero es el don: su amistad. Después podemos entender que los indicadores del camino son explicaciones de la realidad de esta amistad nuestra.
Podemos decir que ésta es una visión general, que brota del contacto con la Sagrada Escritura y la vida de la Iglesia de cada día. Después se traduce paso a paso en los encuentros concretos con los jóvenes: guiarles al diálogo con Jesús en la oración, en la lectura de la Sagrada Escritura -la lectura común, sobre todo, pero también personal– y en la vida sacramental. Son todos pasos para hacer presentes estas experiencias en la vida profesional, aunque el contexto esté marcado frecuentemente por la plena ausencia de Dios y por la aparente imposibilidad de verle presente. Pero justamente entonces, a través de nuestra vida y de nuestra experiencia de Dios, debemos intentar que entre en este mundo lejano de Dios la presencia de Cristo.
La sed de Dios existe. Hace poco recibió la visita ad limina de obispos de un país en el que más del cincuenta por ciento se declara ateo o agnóstico. Pero me dijeron: en realidad todos tienen sed de Dios. Escondidamente existe esta sed. Por ello empecemos antes nosotros, con los jóvenes que podamos encontrar. Formemos comunidades en las que se refleje la Iglesia, aprendamos la amistad con Jesús. Y así, llenos de esta alegría y de esta experiencia, podemos también hoy hacer presente a Dios en este mundo nuestro.
[Don Paolo Tammi, párroco de San Pío X; profesor de religión:]
Deseo expresarle sólo uno de los muchos agradecimientos por el esfuerzo y la pasión con que ha escrito su libro sobre Jesús de Nazaret, un texto que, como usted mismo ha dicho, no es un acto de magisterio, sino fruto de su búsqueda personal del rostro de Dios. Ha contribuido a poner en el centro del cristianismo la persona de Jesucristo y con seguridad está contribuyendo y seguirá haciéndolo en una paciente justicia de las visiones parciales del acontecimiento cristiano, como la visión política en la que se desarrolló la mayor parte de mi adolescencia y la de mis coetáneos, o la moralista, demasiado insistente -en mi opinión– en la predicación católica, o finalmente la que ama definirse desmitificadora de la figura de Jesucristo, como la ciertos maestros del pensamiento laico que, con poca sorpresa, la verdad, de golpe se ocupan hoy del Fundador del cristianismo y de su aventura humana para negar su historicidad o para atribuir su divinidad a una fantasía de la Iglesia apostólica. Usted en cambio no deja de enseñarnos, Santidad, que Jesús es verdaderamente todo; que de Él, hombre y Dios, sólo es posible enamorarse, que no es precisamente lo mismo que tener carné de partido, suponiendo que existiera, o llenarse de él la boca sólo para salvar una identidad cultural. Me limito a añadir que en un ambiente laico como la escuela, donde las motivaciones históricas y filosóficas a favor o en contra de la religión obviamente tienen su legítimo espacio, veo cada día a los chavales mantener una gran distancia emotiva, mientras que he visto a otros conmoverse en Asís, donde les llevé hace algunos días, al escuchar un apasionado testimonio de un joven fraile menor. Le pregunto: ¿cómo puede la vida de un sacerdote apasionarse cada vez más en lo esencial, que es el esposo Jesús? Y también: ¿en qué se ve que un sacerdote está enamorado de Jesús? Sé que ha respondido varias veces, pero es cierto que la respuesta puede ayudarnos a corregirnos, a retomar esperanza. Le ruego que lo haga otra vez con sus sacerdotes.
[Benedicto XVI:]
¡Cómo puedo corregir a los párrocos, que trabajan tan bien! Podemos sólo ayudarnos recíprocamente. Así que usted conoce este ambiente laico con distancia no sólo intelectual, sino sobre todo emotiva de la fe. Y debemos, según las circunstancias, buscar la forma de crear puentes. Me parece que las situaciones son difíciles, pero usted tiene razón. Debemos pensar siempre: qué es lo esencial, si bien después puede ser distinto el punto en el que es posible enlazar el kerigma, el contexto, el modo de actuar. Pero la cuestión debe ser siempre: ¿qué es esencial? ¿Qué es necesario descubrir? ¿Qué desearía dar? Y aquí repito siempre: lo esencial es Dios. Si no hablamos de Dios, si no se descubre a Dios, nos quedamos siempre en las cosas secundarias. Por lo tanto me parecería fundamental que al menos naciera la pregunta: ¿existe Dios? Y ¿cómo podría vivir sin Dios? ¿Es Dios verdaderamente una realidad importante para mí?
Me sigue pareciendo impresionante que el [Concilio] Vaticano I quisiera precisamente entablar este diálogo, entender con la razón a Dios -si bien en la situación histórica en la que nos encontramos necesitamos que Dios nos ayude y purifique nuestra razón. Me parece que ya se está buscando responder a este desafío del ambiente laico respecto a Dios como la cuestión fundamental, y después respecto a Jesucristo como la respuesta de Dios. Naturalmente diría que existen los preambula fidei, que tal vez constituyen el primer paso para dejar abierto el corazón y la mente hacia Dios: las virtudes naturales. Estos días he recibido la visita de un jefe de Estado, quien me dijo: no soy religioso, el fundamento de mi vida es la ética aristotélica. Es ya algo muy bueno, y nos sitúa junto a santo Tomás, en camino hacia la síntesis de Tomás. Y por lo tanto puede ser éste un punto de contacto: aprender y hacer compresible la importancia para la convivencia humana de esta ética racional, que después se abre interiormente -si se vive consecuentemente– a la cuestión de Dios, a la responsabilidad ante Dios.
Así que me parece que, por un lado, debemos tener claro ante nosotros qué es lo esencial que queremos y debemos transmitir a los demás y cuáles son los preambula en las situaciones en las que podemos dar los primeros pasos: en verdad precisamente hoy una primera educación ética es un paso fundamental. Es lo que hizo también el cristianismo antiguo. Cipriano, por ejemplo, nos dice que antes su vida era totalmente disoluta; después, viviendo en la comunidad catecumenal, aprendió una ética fundamental y de tal modo se abrió el camino hacia Dios. También san Ambrosio en la vigilia pascual dice: hasta ahora hemos hablado de la moral, ahora vayamos a los misterios. Habían hecho el camino de los preambula fidei con una educación ética fundamental, que creaba la disponibilidad para comprender el misterio de Dios. Por lo tanto diría que tal vez debemos realizar una interacción entre educación ética -hoy tan importante– por un lado, también con su evidencia pragmática, y al mismo tiempo no omitir la cuestión de Dios. Y en este entrelazamiento de dos caminos me parece que tal vez un poco conseguimos abrirnos a ese Dios que sólo puede dar la luz.
[Don Daniele Salera, vicario parroquial en Santa María Madre del Redentor en Tor Bella Monaca; profesor de religión:]
Santidad: soy don Daniele Salera, sacerdote desde hace 6 años, vicario parroquial en Tor Bella Monaca; allí enseño religión. Al leer su carta sobre la tarea urgente de la educación he tomado nota de algunos aspectos para mí significativos y de los que me gustaría dialogar con usted. Ante todo encuentro importante su orientación para la diócesis y la ciudad. Esta distinción da razón de las distintas identidades que la componen e interpela, en la libertad a la que usted, Santidad, alude, también a los no creyentes. Desearía transmitirle es estos pocos instantes la belleza de trabajar en la escuela con colegas que por diversos motivos ya no tienen una fe viva o no se reconocen en la Iglesia; sin embargo, me dan ejemplo en la pasión educativa y en la recuperación de adolescentes que tienen una vida marcada por el crimen y la degradación. Percibo en muchas personas con las que trabajo en Tor Bella Monaca una auténtica ansia misionera. Por caminos distintos, pero convergentes, luchamos contra esa crisis de esperanza que siempre se agazapa cuando, a diario, se tiene relación con chavales que parecen interiormente muertos, sin deseos de futuro o tan profundamente envueltos por el mal que no logran percibir el bien que se les desea o las ocasiones de libertad y de redención que en cualquier caso existen en su camino. Frente a tal emergencia humana no hay espacio para las divisiones; me repito frecuentemente una frase del Papa Roncalli, quien decía: «Buscaré siempre lo que une, más que lo que separa». Santidad, esta experiencia me permite vivir cotidianamente con jóvenes y adultos que jamás habría encontrado si me hubiera concentrado sólo en las actividades internas de la parroquia, y observo que es cierto: muchos educadores están renunciando a la ética en nombre de una afectividad que no da certezas y crea dependencia. Otros temen defender las reglas de la convivencia civil porque piensan que aquellas no dan razón de las necesidades, de las dificultades y de la identidad de los jóvenes. Con un eslogan, diría que, a nivel educativo, vivimos en una cultura del «sí, siempre» y del «no, jamás». Pero es el «no» pronunciado con amorosa pasión por el hombre y su futuro el que a menudo traza la línea entre el bien y el mal; límite que en la edad evolutiva es fundamental para la construcción de una identidad personal sólida. Por una parte estoy convencido de que, ante la emergencia las diversidades se atenúan, y por lo tanto en el plano educativo podemos verdaderamente encontrar una mesa común con quien libremente no se declara creyente en sentido propio; por otra, me pregunto, ¿por qué nosotros, Iglesia, que tanto hemos escrito, pensado y vivido acerca de la educación como formación en el recto uso de la libertad -como usted dice–, no logramos transmitir este objetivo educativo? ¿Por qué parecemos, en término medio, tan poco liberados y liberadores?
[Benedicto XVI:]
Gracias por este reflejo de sus experiencias en la escuela actual, de los jóvenes de hoy, también por estas preguntas de autocrítica para nosotros. En este momento sólo puedo confirmar que me parece muy importante que la Iglesia esté presente también en la escuela, porque una educación que no es a la vez educación con Dios y presencia de Dios, una educación que no transmite los grandes valores éticos que han aparecido en la luz de Cristo, no es educación. Jamás basta una formación profesional sin formación del corazón. Y el corazón no puede formarse sin, al menos, el desafío de la presencia de Dios. Sabemos que muchos jóvenes viven en ambientes, en situaciones que les hacen inaccesibles la luz y la Palabra de Dios; están en situaciones de vida que representan una verdadera esclavitud, no sólo exterior, sino que provoca una esclavitud intelectual que oscurece en verdad el corazón y la mente. Intentemos con cuanto está al alcance de la Iglesia ofrecerles también a ellos una posibilidad de salida. Pero, en cualquier caso, hagamos que en este variado ambiente de la escuela -donde se va desde los creyentes hasta las situaciones más tristes– esté presente la Palabra de Dios. Es lo que hemos dicho de san Pablo, que quería hacer llegar el Evangelio a todos. Este imperativo del Señor -el Evangelio debe ser anunciado a todos– no es un imperativo diacrónico, no es un imperativo continental, de que en todas las culturas se anuncie en primera línea; sino un imperativo interior, en el sentido de entrar en los distintos matices y dimensiones de una sociedad para hacer más accesible, al menos un poco, la luz del Evangelio; que se anuncie realmente a todos el Evangelio.
Y me parece también un aspecto de la formación cultural hoy. Conocer qué es la fe cristiana que ha formado este continente y que es una luz para todos los continentes. Los modos en que se puede hacer presente y accesible al máximo esta luz son diversos y soy consciente de que no tengo una receta para esto; pero la necesidad de ofrecerse a esta aventura, bella y difícil, es realmente un elemento del imperativo del Evangelio mismo. Roguemos para que el Señor nos ayude a responder a este imperativo de hacer que llegue a todas las dimensiones de nuestra sociedad su conocimiento, el conocimiento de su rostro.
[Don Paul Chungat, vicario parroquial de San Giuseppe Cottolengo:]
Me llamo don Chungat, soy de la India, actualmente vicario de la parroquia de San Giuseppe en Valle Aurelia. Desearía darle las gracias por la oportunidad que me ha dado de servir en la diócesis de Roma durante tres años. Ha sido para mí, para mis estudios, una gran ayuda, así como creo que lo es para todos los sacerdotes estudiantes que permanecen en Roma. Ha llegado el tiempo de regresar a mi diócesis en la India, donde los católicos representan sólo el uno por ciento, mientras que el noventa y nueve son no cristianos. En estos días me ha dado mucho que pensar la situación de la evangelización misionera en mi patria. En la reciente nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe hay algunas palabras difíciles de entender en el campo del diálogo interreligioso. Por ejemplo, en el número 10 se escribe «plenitud de la salvación», y en la parte introductiva se lee «necesidad de incorporación formal en la Iglesia». Se trata de conceptos difíciles de hacer entender cuando lleve estas cosas a la India y tenga que hablar a mis amigos hindúes y a los fieles de otras religiones. Mi pregunta es: la plenitud de la salvación, ¿hay que entenderla en sentido cualitativo o en sentido cuantitativo? Si es en sentido cuantitativo, hay alguna dificultad. El Concilio Vaticano II dice que existe posibilidad de una semilla de luz también en los demás credos. Si es en sentido cualitativo, además de la historicidad y de la plenitud de la fe, ¿cuáles son los otros elementos para mostrar la unicidad de nuestra fe en relación con el diálogo interreligioso?
[Benedicto XVI:]
Gracias por su intervención. ¡Bien sabe usted que la amplitud de sus preguntas requerirían un semestre de teología! Intentaré ser breve. Usted conoce la teología, hay grandes maestros y muchos libros. Ante todo, gracia por su testimonio, porque usted se muestra gozoso de poder trabajar en Roma siendo indio. Para mí se trata de un fenómeno maravilloso de la catolicidad. Ahora no sólo los misioneros van de Occidente a los demás continentes, sino que existe un intercambio de dones: indios, africanos, sudamericanos trabajan aquí, y desde aquí se acude a los otros continentes. Es un dar y recibir de todas partes: precisamente ésta es la vitalidad de la catolicidad, en la que todos somos deudores de los dones del Señor, y además podemos donarnos el uno al otro. Es en esta reciprocidad de dones, de dar y de recibir, en la que vive la Iglesia católica. Vosotros podéis aprender de estos ambientes y experiencias occidentales, y nosotros no menos de vosotros. Veo que precisamente este espíritu de religiosidad que existe en Asia, como en África, sorprende a los europeos, que con frecuencia son un poco más fríos en la fe. Y así esta vivacidad, al menos del espíritu religioso que existe en estos continentes, es una gran don para todos nosotros, sobre todo para los obispos del mundo occidental y en particular de aquellos países en los que es más notorio el fenómeno de la inmigración, Filipinas, la India, etcétera. Nuestro catolicismo frío se reaviva por este fervor que viene de vosotros. Así que la catolicidad es un gran don.
Vamos a las preguntas que usted me ha planteado. No tengo delante en este momento las palabras exactas del documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que usted ha recordado; pero en todo caso desearía decir dos cosas. Por un lado, es absolutamente necesario el diálogo, conocerse recíprocamente, respetarse y buscar colaborar de todos los modos posibles por los grandes objetivos de la humanidad, o por sus grandes necesidades, para superar los fanatismos y crear un espíritu de paz y de amor. Y esto está también en el espíritu del Evangelio, cuyo sentido es precisamente que el espíritu de amor, que hemos aprendido de Jesús, la paz que Jesús nos ha dado mediante la cruz, se haga presente universalmente en el mundo. En este sentido el diálogo debe ser verdadero diálogo, en el respeto del otro y en la aceptación de su diversidad; pero debe ser también evangélico, en el sentido de que su objetivo fundamental es ayudar a los hombres a vivir en el amor y a hacer que este amor se pueda extender en todas partes del mundo.
Pero esta dimensión del diálogo, tan necesaria, esto es, la del respeto del otro, de la tolerancia, de la cooperación, no excluye la otra, o sea, que el Evangelio es un gran don, el don del gran amor, de la gran verdad, que no podemos quedarnos sólo para nosotros mismos, sino que debemos ofrecerlo a los demás considerando que Dios les da la libertad y la luz necesaria para encontrar la verdad. Es ésta la verdad. Y por lo tanto éste es también mi camino. La misión no es imposición, sino ofrecer el don de Dios dejando a Su bondad que ilumine a las personas a fin de que se extienda el don de la amistad concreta con el Dios de rostro humano. Por ello deseamos y debemos testimoniar siempre esta fe y este amor que vive en nuestra fe. Habríamos descuidado un deber verdadero, humano y divino, si hubiéramos dejado a los demás solos y si hubiéramos reservado la fe que tenemos sólo para nosotros. Seríamos infieles a nosotros mismos si no ofreciéramos esta fe al mundo, si bien siempre respetando la libertad de los demás. La presencia de la fe en el mundo es un elemento positivo, aunque no se convierta nadie; es un punto de referencia.
Me han dicho representantes de religiones no cristianas: para nosotros la presencia del cristianismo es un punto de referencia que nos ayuda, aunque no nos convirtamos. Pensemos en la gran figura de Mahatma Gandhi: aún estando fuertemente ligado a su religión, para él el Sermón de la Montaña era un fundamental punto de referencia que formó toda su vida. Y así el fermento de la fe, aún no convirtiéndole al cristianismo, entró en su vida. Y me parece que este fermento del amor cristiano que trasluce el Evangelio es -además de la labor misionera que busca ampliar los espacios de la fe– un servicio que hacemos a la humanidad.
Pensemos en san Pablo. He vuelto a profundizar recientemente en su motivación misionera. Hablé de ello también a la Curia con ocasión del encuentro de finales de año. Estaba él conmovido por la palabra del Señor en su sermón escatológico. Antes de todo acontecimiento, antes del regreso del Hijo del hombre, el Evangelio debe ser predicado a todas las gentes. Condición para que el mundo alcance su perfección, para su apertura al paraíso, es que el Evangelio sea anunciado a todos. Él puso todo el celo misionero en que el Evangelio pudiera llegar a todos si era posible ya en su generación, para dar respuesta al mandamiento de que «se anunciara a todas las gentes». Su deseo no era tanto bautizar a todas las gentes cuanto la presencia del Evangelio en el mundo y por lo tanto el cumplimiento de la historia como tal. Me parece que hoy, viendo el curso de la historia, se puede comprender mejor que esta presencia de la Palabra de Dios, que este anuncio que llega a todos como fermento, es necesario para que el mundo pueda realmente llegar a su meta. En este sentido deseamos, sí, la conversión de todos, pero dejamos que sea el Señor quien actúe. Es importante que quien quiera convertirse tenga la posibilidad de hacerlo y que aparezca en el mundo, para todos, esta luz del Señor como punto de referencia y como luz que ayuda, sin la cual el mundo no puede encontrarse a sí mismo. No sé si me he explicado bien: diálogo y misión no sólo no se excluyen, sino que una cosa pide la otra.
[Padre Umberto Fanfarillo: párroco de Santa Dorotea en Trastevere:]
Santo Padre: soy el párroco de Santa Dorotea en Trastevere, el padre Umberto Fanfarillo, franciscano conventual. Junto a la comunidad cristiana del territorio parroquial, me urge señalar una notable aunque no profunda presencia de otros contextos religiosos, con los que tenemos relación diariamente en la estima recíproca, en el conocimiento y también en una respetuosa convivencia. En esta sustancial positividad de intenciones, puedo incluir el empeño de la Academia de los Linces [la academia italiana de las ciencias. Ndt], de la Universidad americana John Cabot, con más de ochocientos alumnos procedentes de unos sesenta países y con articulaciones religiosas que van desde los católicos hasta los luteranos, de los judíos a los musulmanes. Son precisamente estos jóvenes los que, a la muerte de Juan Pablo II, se recogieron en oración en nuestra iglesia. Son algunos de ellos los que, frecuentando los locales de la parroquia, expresan respeto y serenidad ante nuestros símbolos religiosos como el crucifijo y las imágenes de María, de los santos y del Papa. En el territorio de la parroquia, la Casa de Peter Pan acoge a niños enfermos de cáncer y está ligada al hospital Bambin Gesù [hospital pediátrico de la Santa Sede. Ndt]. También aquí la interreligiosidad realiza altísimos momentos de caridad y de religiosa atención al hermano enfermo y necesitado. Análoga realidad y respetuoso encuentro entre las recordadas expresiones tenemos en la cárcel de Regina Coeli, igualmente en el territorio de la parroquia. Recientemente, en el clima de respeto y de testimonio, se administró el sacramento de la Confirmación a dos jóvenes anglicanos convertidos al catolicismo. Santo Padre, todos estamos en busca de nuevas y más equilibradas actitudes de conocimiento y de respeto. Siempre hemos apreciado sus intervenciones, caracterizadas por el respeto y el diálogo en la búsqueda de la verdad. Ayúdenos de nuevo con su palabra.
[Benedicto XVI:]
Gracias por este testimonio de una parroquia verdaderamente multidimensional y multicultural. Me parece que usted ya ha concretado un poco lo que se ha mencionado anteriormente con nuestro hermano indio: este todo, de diálogo, de convivencia respetuosa, respetándose los unos a los otros, aceptándose los unos a los otros, como se es en la diversidad, en la comunión. Y al mismo tiempo la presencia del cristianismo, de la fe cristiana como punto de referencia al que todos pueden dirigir una mirada, como un fermento que en el respeto de las libertades es una luz para todos y nos reúne precisamente en el respeto de las diferencias. Esperamos que el Señor nos ayude siempre en este sentido a aceptar al otro en la diversidad, a respetarle y a hacer a Cristo presente en el gesto del amor, que es la verdadera expresión de su presencia y de su palabra. Y que nos ayude así a ser realmente ministros de Cristo y de su salvación para el mundo. Gracias.
[Don Pietro Riggi, salesiano del Borgo Ragazzi Don Bosco:]
Santo Padre: trabajo en un oratorio y en un centro de acogida para menores en situación de riesgo. Desearía preguntarle: el 25 de marzo de 2007 pronunció un discurso espontáneo lamentando que hoy se hable poco de los Novísimos. De hecho, en los catecismos de la CEI [Conferencia Episcopal italiana. Ndt] utilizados para la enseñanza de nuestra fe a los chavales que se preparan para la confesión, la primera comunión y la confirmación, me parece que se omiten algunas verdades de fe. Nunca se habla de infierno, jamás de purgatorio, una sola vez de paraíso, una sola vez de pecado, sólo del pecado original. Al faltar estas partes esenciales del credo, ¿no le parece que se desmorona el sistema lógico que conduce a contemplar la redención de Cristo? Si falta el pecado, no se habla de infierno, también la redención de Cristo acaba por disminuirse. ¿No le parece que se favorece la pérdida del sentido de pecado y por lo tanto del sacramento de la reconciliación y la propia figura salvífica, sacramental, del sacerdote que tiene poder de absolver y de celebrar en nombre de Cristo? Actualmente por desgracia también nosotros, sacerdotes, cuando en el Evangelio se habla de infirmo, esquivamos el Evangelio mismo. No se habla de ello. Nos arriesgamos a dar a la fe una dimensión sólo horizontal o bien demasiado desprendida esta horizontal de su dimensión vertical. Y ello lamentablemente, en la catequesis juvenil, si no en la iniciativa de los párrocos, falta en los cimientos. Si no me equivoco, este año se celebra el 25º aniversario de la consagración de Rusia al Corazón Inmaculado de María. Para la ocasión, ¿no se podría pensar en renovar solemnemente esta consagración para el mundo entero? Ha caído el muro de Berlín, pero quedan tantos muros de pecado que deben desplomarse aún: el odio, la explotación, el capitalismo salvaje. Muros que deben desmoronarse y esperamos que triunfe el Corazón Inmaculado de María para poder realizar también esta dimensión. Desearía observar que la Virgen jamás temió hablar del infierno y del paraíso a los niños de Fátima, quienes, precisamente, tenían edad de catequesis: siete, nueve y doce años. Y nosotros muchas veces omitimos esto. ¿Podría hablarnos sobre este tema?
[Benedicto XVI:]
Ha hablado usted con acierto sobre los temas fundamentales de la fe, que por desgracia raramente aparecen en nuestra predicación. En la Encíclica Spe salvi he querido precisamente hablar también del juicio final, del juicio en general, y en este contexto asimismo sobre purgatorio, infierno y paraíso. Pienso que todos nosotros estamos aún afectados por la objeción de los marxistas, según los cuales los cristianos sólo han hablado del más allá y han descuidado la tierra. Así, queremos demostrar que realmente nos comprometemos por la tierra y no somos personas que hablan de realidades lejanas, que no ayudan a la tierra. Pero aunque sea justo mostrar que los cristianos trabajan por la tierra -y todos nosotros estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea realmente una ciudad para Dios y de Dios– no debemos olvidar la otra dimensión. Sin tenerla en cuenta, no trabajamos bien por la tierra. Mostrar esto ha sido para mi uno de los objetivos fundamentales al escribir la Encíclica. Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida, no se conoce la posibilidad y la necesidad de la purificación. Entonces el hombre no trabaja bien por la tierra dado que pierde al final los criterios, ya no se conoce a sí mismo, al no conocer a Dios, y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han prometido: tomaremos las cosas en nuestras manos, ya no descuidaremos la tierra, crearemos el mundo nuevo, justo, correcto, fraterno. En cambio han destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el consumismo, que han prometido construir el mundo tal como debería haber sido y sin embargo han destruido el mundo.
En las visitas ad limina de los obispos de países ex comunistas, veo siempre de nuevo cómo en esas tierras se ha destruido no sólo el planeta, la ecología, sino sobre todo, y con mayor gravedad, las almas. Reencontrar la conciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es el primer trabajo de reedificación de la tierra. Ésta es la experiencia común de aquellos países. La reedificación de la tierra, respetando el grito de sufrimiento de este planeta, se puede llevar a cabo sólo reencontrando en el alma a Dios, con los ojos abiertos hacia Dios.
Por ello usted tiene razón: debemos hablar de todo esto precisamente por responsabilidad hacia la tierra, hacia los hombres que viven hoy. Debemos hablar también y precisamente del pecado como posibilidad de destruirse a uno mismo y también otras partes de la tierra. En la Encíclica he intentado demostrar que precisamente el juicio final de Dios garantiza la justicia. Todos queremos un mundo justo. Pero no podemos reparar todas las destrucciones del pasado, a todas las personas injustamente atormentadas y asesinadas. Sólo Dios mismo puede crear la justicia, que debe ser justicia para todos, también para los muertos. Y como dice Adorno, un gran marxista, sólo la resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear justicia. Nosotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no todos serán iguales. Actualmente se suele pensar: qué es el pecado, Dios es grande, nos conoce, así que el pecado no cuenta, al final Dios será bueno con todos. Es una bella esperanza. Pero existe la justicia y existe la verdadera culpa. Quienes han destruido al hombre y la tierra no pueden sentarse de inmediato en la mesa de Dios junto a las víctimas. Dios crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por ello me parecía importante escribir este texto también sobre el purgatorio, que para mí es una verdad tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y consoladora, que no puede faltar. He intentado decir: tal vez no son muchos los que se han destruido así, los que son insanables para siempre, los que carecen de elemento alguno sobre el que pueda apoyarse el amor de Dios, los que no tienen en sí mismos una mínima capacidad de amar. Esto sería el infierno. Por otra parte, son ciertamente pocos -o en cualquier caso no demasiados– los que son tan puros que pueden entrar inmediatamente en la comunión de Dios. Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo sanable en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a los hombres, de vivir según Dios. Pero hay tantas y tantas heridas, tanta inmundicia. Tenemos necesidad de ser preparados, de ser purificados. Ésta es nuestra esperanza: incluso con tanta suciedad en nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava por fin con su bondad que viene de su cruz. Nos hace así capaces de existir eternamente para Él. Y de tal forma el paraíso es la esperanza, es la justicia por fin cumplida. Y nos da también los criterios para vivir, para que este tiempo sea de alguna forma paraíso, una primera luz del paraíso. Donde los hombres viven según estos criterios, aparece un poco de paraíso en el mundo, y esto es visible. Me parece también una demostración de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir el camino de los mandamientos, de los que debemos hablar más. Estos son realmente indicadores del camino y nos muestran cómo vivir bien, cómo elegir la vida. Por ello debemos también hablar del pecado y del sacramento del perdón y de la reconciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería recomenzar, que debería ser purificado. Y ésta es la maravillosa realidad que nos ofrece el Señor: existe una posibilidad de renovación, de ser nuevos. El Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos recomenzar así también con los demás en nuestra vida.
Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después de tantos errores, después de tantos pecados, es la gran promesa, el gran don que la Iglesia ofrece. Y que, por ejemplo, la psicoterapia no puede ofrecer. La psicoterapia hoy está muy difundida y es también necesaria ante tantas psiquis destruidas o gravemente heridas. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas: sólo puede intentar un poco reequilibrar un alma desequilibrada. Pero no puede brindar una verdadera renovación, una superación de estas graves enfermedades del alma. Y por eso sigue siendo siempre provisional, jamás definitiva. El sacramento de la penitencia nos da la ocasión de renovarnos hasta el fondo con el poder de Dios –ego te absolvo– que es posible porque Cristo cargó sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que ésta es precisamente hoy una gran necesidad. Podemos ser sanados. Las almas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, necesitan no sólo consejos, sino una verdadera renovación que sólo puede venir del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me parece éste el gran nexo de los misterios que al final inciden realmente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos volver a meditarlos y así acercarlos de nuevo a nuestra gente.
[Don Alberto Orlando, vicario parroquial de Santa María Madre de la Providencia:]
Soy don Alberto Orlando, vice párroco de la parroquia de Santa María Madre de la Providencia. Desearía presentarle una dificultad vivida en Loreto con los jóvenes al año pasado [donde se celebró el Ágora de los jóvenes italianos -al que acudieron medio millón- el 1 y 2 de septiembre. Ndt]. Pasamos en Loreto una jornada bellísima, pero entre tantas cosas estupendas percibimos una cierta distancia entre usted y los jóvenes. Llegamos por la tarde. No conseguimos acomodarnos, ver ni oír. Cuando llegó la noche usted se marchó y nos quedamos como a merced de la televisión, que en cierto sentido nos usó. Pero los jóvenes tienen necesidad de calor. Una joven me dijo, por ejemplo: «Normalmente el Papa nos llama "queridos jóvenes"; en cambio hoy nos ha llamado "jóvenes amigos"». Y estaba muy contenta por ello. ¿Cómo no subrayar este particular, esta cercanía? La conexión televisiva con Loreto era muy fría, muy lejana; también el momento de la oración tuvo dificultades, porque estaba ligado a los puntos de luz que permanecieron cerrados hasta tarde, al menos hasta que no terminó el espectáculo televisivo. Lo segundo que nos creó alguna dificultad fue en cambio la liturgia del día después, un poco agotadora sobre todo en cantos y música. En el momento del Aleluya, por poner un ejemplo, una joven observó que, a pesar del calor, estas canciones y la música se prolongaban muchísimo, como si a nadie le importara la incomodidad del que se veía estrechado por la multitud. Y se trataba de chavales que todos los domingos participan en misa. Estas son las dos preguntas: ¿por qué esta distancia entre usted y ellos? Y ¿cómo conciliar el tesoro de la liturgia en toda la solemnidad con el sentimiento, el afecto y la emotividad que nutre a los jóvenes, cosa que necesitan tanto? Desearía asimismo un consejo: cómo equilibrarnos entre solemnidad y emotividad. También porque somos nosotros mismos, los sacerdotes, los que con frecuencia nos preguntamos qué capacidad tenemos de vivir con sencillez la emoción y el sentimiento. Y siendo ministros del sacramento desearíamos poder orientar sentimiento y emotividad hacia un justo equilibrio.
[Benedicto XVI:]
El primer punto que se me propone está relacionado con la situación organizativa: la encontré así como estaba, así que no sé si era posible tal vez organizarlo de una manera distinta. Considerando los miles de personas que había, era imposible, me parece, conseguir que todos estuvieran igual de próximas. Es más, por ello hicimos un recorrido con el vehículo, para tener un poco de cercanía con cada una. Pero tendremos en cuenta esto y veremos si en el futuro, en otros encuentros con miles y miles de personas, es posible hacer algo diferente. Con todo, me parece importante que crezca el sentimiento de una cercanía interior, que encuentre el puente que nos une aunque estemos físicamente lejanos. Un gran problema es, en cambio, el de las liturgias en las que participan masas de personas. Recuerdo que en 1960, durante el gran congreso eucarístico internacional de Munich, se intentaba dar una nueva fisonomía a los congresos eucarísticos, que hasta entonces eran sólo actos de adoración. Se quería poner en el centro la celebración de la Eucaristía como acto de la presencia del misterio celebrado. Pero inmediatamente surgió la cuestión sobre cómo hacerlo posible. Adorar -se decía- se puede hacer también a distancia; pero para celebrar es necesaria una comunidad limitada que pueda interactuar con el misterio, por lo tanto una comunidad que debía ser asamblea en torno a la celebración del misterio. Muchos eran contrarios a la celebración de la Eucaristía en público con cien mil personas. Decían que no era posible precisamente por la estructura misma de la Eucaristía, que exige la comunidad para la comunión. Había también grandes personalidades, muy respetables, entre los contrarios a esta solución. Después el profesor Jungmann, gran liturgista, uno de los grandes arquitectos de la reforma litúrgica, creó el concepto de statio orbis, esto es, regresó a la statio Romae donde justamente en tiempo de Cuaresma los fieles se reúnen en un punto, la statio: así que permanecen en statio como los soldados por Cristo; luego van juntos a la Eucaristía. Si ésta, dijo, era la statio de la ciudad de Roma, donde la ciudad de Roma se reúne, entonces ésta es la statio orbis. Y desde aquel momento tenemos las celebraciones eucarísticas con la participación de masas. Para mí, debo decirlo, permanece un problema, porque la comunión concreta en la celebración es fundamental y por lo tanto no encuentro que se haya dado realmente con la respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado planteé este interrogante, que en cambio no halló respuesta. Igualmente promoví otra cuestión, sobre la concelebración en masa: porque si concelebran, por ejemplo, mil sacerdotes, no se sabe si existe aún la estructura querida por el Señor. Pero en todo caso son interrogantes. Y así, se le ha presentado a usted la dificultad al participar en una celebración de masa durante la cual no es posible que todos estén involucrados por igual. Por lo tanto se debe elegir un cierto estilo para conservar esa dignidad que siempre es necesaria para la Eucaristía, y la comunidad no es uniforme y la experiencia de la participación en lo que allí se vive es diferente; para algunos es ciertamente insuficiente. Pero no ha dependido de mí, sino más bien de quienes se ocuparon de la preparación.
Se debe reflexionar bien sobre qué hacer en estas situaciones, cómo responder a los desafíos de estos momentos. Si no me equivoco, había una orquesta de discapacitados que interpretaban la música y tal vez la idea era precisamente mostrar que también ellos pueden animar la sagrada celebración y no deben verse nunca relegados, sino ser actores primarios. De tal forma todos, amando a aquellos, no se sintieron relegados, sino más bien involucrados. Me parece una reflexión muy respetable y la comparto. Naturalmente, en cambio, persiste el problema fundamental. Pero me parece que también aquí, sabiendo qué es la Eucaristía, aunque no se tenga la posibilidad de una actividad exterior como se desearía para sentirse copartícipes, se entra en ella con el corazón, como dice el antiguo imperativo en la Iglesia, creado tal vez precisamente para los que estaban detrás en la basílica: «¡Levantemos el corazón! Ahora todos salimos de nosotros mismos, así todos estamos con el Señor y estamos juntos». Como he dicho, no niego el problema, pero si seguimos realmente esta palabra, «¡Levantemos el corazón!», encontraremos a todos, también en situaciones difíciles y a veces discutibles, en la verdadera participación activa.
[Monseñor Renzo Martinelli, delegado de la Pontificia Academia de la Inmaculada:]
Santo Padre: desearía sobre todo agradecerle las especificaciones que hizo el domingo pasado en el Ángelus respecto a sus intenciones, porque siempre formamos a los fieles para que oren por el Papa, y cuando usted pide rezar por los consagrados, por la jornada de la vida, por los frutos de conversión de la Cuaresma, la concreción de estos puntos evidencia aún más una comunión interior, pero también la consciencia de estar cerca de sus intenciones. También es de estos días la gracia de poder orar ante la Inmaculada en el aniversario de Lourdes. Volviendo al problema de la emergencia educativa, la pregunta es ésta: recientemente usted ha dicho a los obispos eslovenos esta frase: «Si por ejemplo se concibe al hombre según una tendencia hoy difundida de manera individualista», cómo justificar el esfuerzo por la construcción de una comunidad justa y solidaria. Entré en el seminario a los once años y fui educado un poco en una mentalidad en la que existía mi yo, y después junto a mi yo otro yo un poco moralista para conformarse a Cristo, y al final mi libertad, como dice usted en su libro Jesús de Nazaret, es como si se condujera de forma esclava, como esclavitud, cuando comenta el tema del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. Y todo esto crea división: cómo proponer en cambio a los jóvenes aquello en lo que usted insiste siempre, esto es, que el yo del cristiano, cuando se ha investido de Cristo, ya no es más yo. La identidad del cristiano, dijo usted con mucha profundidad en Verona, es el yo que ya no es yo, porque existe el sujeto de comunión de Cristo. Cómo proponer, Santidad, esta conversión, esta nueva modalidad, esta originalidad cristiana de ser una comunión que propone eficazmente la novedad de la experiencia cristiana.
[Benedicto XVI:]
Es la gran cuestión que todo sacerdote que es responsable de otros se plantea hoy en día. También para él mismo, naturalmente. Es verdad que en el siglo XX existía la tendencia a una devoción individualista, para salvar sobre todo la propia alma y crear méritos también calculables que se podían, en ciertas listas, hasta indicar con números. Y ciertamente todo el movimiento del Concilio Vaticano II quiso superar este individualismo.
No desearía juzgar a estas generaciones pasadas, que en cambio, a su modo, intentaron servir así a los demás. Pero allí estaba el peligro de que sobre todo se quisiera salvar la propia alma; a ello le seguía una exteriorización de la piedad que al final encontraba la fe como un peso, no como una liberación. Y ciertamente es voluntad fundamental de la nueva pastoral indicada por el Concilio Vaticano II salir de esta visión demasiado restringida del cristianismo y descubrir que yo salvo mi alma sólo donándola, como nos ha dicho hoy el Señor en el Evangelio; sólo liberándome de mí, saliendo de mí; como Dios hizo en el Hijo, que sale de ser Él mismo Dios para salvarnos a nosotros. Y nosotros entramos en este movimiento del Hijo, buscamos salir de nosotros mismos porque sabemos dónde llegar. Y no caemos en el vacío, sino que nos dejamos a nosotros mismos abandonándonos en el Señor, saliendo, poniéndonos a su disposición, como quiere Él, no como pensemos nosotros.
Ésta es la verdadera obediencia cristiana, que es liberad: no como querría yo, con mi proyecto de vida para mí, sino poniéndome a su disposición, para que Él disponga de mí. Y poniéndome en sus manos soy libre. Pero es un gran salto que nunca se hace definitivamente. Pienso aquí en San Agustín, quien muchas veces nos ha dicho esto. Inicialmente, después de la conversión, pensaba que había llegado a la cumbre y que vivía en el paraíso de la novedad de ser cristiano. Después descubrió que el dificultoso camino de la vida proseguía, si bien desde aquel momento siempre en la luz de Dios, y que era necesario dar cada día de nuevo este salto desde uno mismo; dar este yo para que muera y se renueve en el gran yo de Cristo que es, de una determinada forma muy cierta, el yo común de todos nosotros, nuestro yo.
Pero diría que nosotros mismos debemos, precisamente en la Eucaristía –que es este gran y profundo encuentro con el Señor donde me dejo caer en sus manos–, dar este gran paso. Cuánto más lo aprendamos nosotros mismos, más podremos expresarlo a los demás y hacerlo comprensible, accesible a otros. Sólo caminando con el Señor, abandonándonos en la comunión de Iglesia a su apertura, no viviendo para mí -ya sea para una vida terrenal gozosa, ya sea sólo por una felicidad personal–, sino haciéndome instrumento de su paz, vivo bien y aprendo este valor ante los desafíos de cada día, siempre nuevos y graves, frecuentemente casi irrealizables. Me abandono porque tú lo quieres, y estoy seguro de que así avanzo bien. Podemos sólo rogar que el Señor nos ayude a hacer este camino cada día, para ayudar, iluminar de esta manera a los demás, motivarles para que puedan ser así liberados y redimidos.
[Don Massimo Tellan, párroco:]
Santidad, vivimos inmersos en un mundo con inflación de palabras, a menudo sin significado, que desorientan el corazón humano hasta el punto de que lo hacen sordo a la Palabra de verdad: Dios hecho carne con el rostro de Jesús. Esa Palabra queda oscurecida en medio de la selva de imágenes ambiguas y efímeras con las que nos bombardean sin cesar. ¿Cómo educar en la fe, a través del binomio palabra-imagen? ¿Cómo podemos volver a recuperar el arte de narrar la fe e introducir el misterio, como se hacía en el pasado, a través de la imagen? ¿Cómo educar en la búsqueda y la contemplación de la verdadera belleza? A este propósito, queremos regalarle un icono de Cristo atado a la columna, imagen de la humanidad que asumió el Verbo.
[Benedicto XVI:]
Gracias por este hermosísimo regalo. Me alegra que no sólo tengamos palabras, sino también imágenes. Vemos que también hoy la meditación cristiana suscita nuevas imágenes; renace la cultura cristiana, la iconografía cristiana. Sí, vivimos en una inflación de palabras, de imágenes. Por eso, es difícil crear espacio para la palabra y para la imagen. Me parece que precisamente en la situación de nuestro mundo, que todos conocemos, que es también nuestro sufrimiento, el sufrimiento de cada uno, el tiempo de Cuaresma cobra un nuevo significado. Ciertamente, el ayuno corporal, durante algún tiempo considerado pasado de moda, hoy se presenta a todos como necesario. No es difícil comprender que debemos ayunar. A veces nos encontramos ante ciertas exageraciones debidas a un ideal de belleza equivocado. Pero, en cualquier caso, el ayuno corporal es importante, porque somos cuerpo y alma, y la disciplina del cuerpo, también la disciplina material, es importante para la vida espiritual, que siempre es vida encarnada en una persona que es cuerpo y alma.
Esta es una dimensión. Hoy crecen y se manifiestan otras dimensiones. Me parece que precisamente el tiempo de Cuaresma podría ser también un tiempo de ayuno de palabras y de imágenes. Necesitamos un poco de silencio, necesitamos un espacio sin el bombardeo permanente de imágenes. En este sentido, hacer accesible y comprensible hoy el significado de cuarenta días de disciplina exterior e interior es muy importante para ayudarnos a comprender que una dimensión de nuestra Cuaresma, de esta disciplina corporal y espiritual, es crearnos espacios de silencio y también sin imágenes, para volver a abrir nuestro corazón a la imagen verdadera y a la palabra verdadera.
Me parece prometedor que también hoy se vea que hay un renacimiento del arte cristiano, tanto de una música meditativa -como por ejemplo la que surgió en Taizé-, como también, remitiéndome al arte del icono, de un arte cristiano que se mantiene en el ámbito de las grandes reglas del arte iconológico del pasado, pero ampliándose a las experiencias y a las visiones de hoy.
Donde hay una verdadera y profunda meditación de la Palabra, donde entramos realmente en la contemplación de esta visibilidad de Dios en el mundo, de la realidad palpable de Dios en el mundo, nacen también nuevas imágenes, nuevas posibilidades de hacer visibles los acontecimientos de la salvación. Esta es precisamente la consecuencia del acontecimiento de la Encarnación. El Antiguo Testamento prohibía todas las imágenes y debía prohibirlas en un mundo lleno de divinidades. Había un gran vacío, que se manifestaba en el interior del templo, donde, en contraste con otros templos, no había ninguna imagen, sino sólo el trono vacío de la Palabra, la presencia misteriosa del Dios invisible, no circunscrito por nuestras imágenes.
Pero luego el paso nuevo consistió en que ese Dios misterioso nos libró de la inflación de las imágenes, también de un tiempo lleno de imágenes de divinidades, y nos dio la libertad de la visión de lo esencial. Apareció con un rostro, con un cuerpo, con una historia humana que, al mismo tiempo, es una historia divina. Una historia que prosigue en la historia de los santos, de los mártires, de los santos de la caridad, de la palabra, que son siempre explicación, continuación -en el Cuerpo de Cristo- de esta vida suya divina y humana, y nos da las imágenes fundamentales, en las cuales -más allá de las superficiales, que ocultan la realidad- podemos abrir la mirada hacia la Verdad misma. En este sentido, me parece excesivo el período iconoclástico del posconcilio, que sin embargo tenía su sentido, porque tal vez era necesario librarse de una superficialidad de demasiadas imágenes.
Volvamos ahora al conocimiento del Dios que se hizo hombre. Como dice la carta a los Efesios, él es la verdadera imagen. Y en esta verdadera imagen vemos -por encima de las apariencias que ocultan la verdad- la Verdad misma: "Quien me ve, ve al Padre". En este sentido, yo diría que, con mucho respeto y con mucha reverencia, podemos volver a encontrar un arte cristiano y también las grandes y esenciales representaciones del misterio de Dios en la tradición iconográfica de la Iglesia. Así podremos redescubrir la imagen verdadera, cubierta por las apariencias.
Realmente, la educación cristiana tiene la tarea importante de librarnos de las palabras por la Palabra, que exige continuamente espacios de silencio, de meditación, de profundización, de abstinencia, de disciplina. También la educación con respecto a la verdadera imagen, es decir, al redescubrimiento de los grandes iconos creados en la cristiandad a lo largo de la historia: con la humildad nos libramos de las imágenes superficiales. Este tipo de iconoclasma siempre es necesario para redescubrir la imagen, es decir, las imágenes fundamentales que manifiestan la presencia de Dios en la carne.
Esta es una dimensión fundamental de la educación en la fe, en el verdadero humanismo, que buscamos en este tiempo en Roma. Hemos redescubierto el icono con sus reglas muy severas, sin las bellezas del Renacimiento. Así podemos volver también nosotros a un camino de redescubrimiento humilde de las grandes imágenes, hacia una liberación siempre nueva de las demasiadas palabras, de las demasiadas imágenes, para redescubrir las imágenes esenciales que nos son necesarias. Dios mismo nos ha mostrado su imagen y nosotros podemos volver a encontrar esta imagen con una profunda meditación de la Palabra, que hace renacer las imágenes.
Así pues, pidamos al Señor que nos ayude en este camino de verdadera educación, de reeducación en la fe, que no sólo es escuchar, sino también ver.