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Este hombre fue un verdadero domador de animales y se hizo santo haciendo de agricultor, de transportador y de mandadero.
Nació en Galicia, España. Cuando era niño, llegó a su pueblo una terrible epidemia y a todos los apestados los alejaban de los demás para que no los contagiaran. Sebastián se enfermó y la mamá lo llevó aparte a una cueva. Pero llegó una loba y lo mordió, y con la hemorragia se curó de la enfermedad. Desde entonces tuvo un especial amor por los animales y una influencia admirable sobre ellos.
Le agradaba la vida de campo porque en esa soledad y en esa paz y silencio, queda más fácil hablar con Dios y meditar. Hasta los 20 años hizo de pastor de las ovejas de sus padres y aprovechó esa vida de tranquilidad para dedicarse por largos ratos a la oración.
A los 20 años se fue de mayordomo a una hacienda y todo marchaba muy bien, hasta que la dueña de la finca se enamoró de él y trató de hacerlo pecar. Sebastián vio que corría peligro la salvación de su alma y huyó de allí, porque sabía que la belleza y las riquezas de esa mujer podían llevarlo a ofender a Dios.
Se fue a trabajar a otra finca, pero allí también encontró graves peligros para su castidad, y entonces dispuso alejarse totalmente de esas tierras y se embarcó para América.
Llegó a Puebla, México, y allí se propuso conseguir la santidad ayudando al progreso de la región. Se puso a construir carros de carga (tirados por bueyes) porque allí esos carros eran escasísimos (en aquel 1570) y se dedicó a transportar víveres y mercancias de un pueblo a otro, con gravísimos peligros, por entre precipicios horrendos. Con las ganancias que conseguía y obteniendo la colaboración de comunidades y asociaciones fue construyendo caminos vecinales que pusieron en comunicación unas con otras a muchas localidades. Sebastián tenía una fuerza descomunal que le era muy útil para todos esos oficios.
Los pobres indígenas sufrían mucha pobreza, y nuestro santo los ayudaba en todo lo que era posible. Los transportaba gratis con sus víveres, para que fueran a los pueblos a venderlos. Repartía entre ellos los alimentos que lograba conseguir y les enseñaba muchas obras manuales que ellos ignoraban.
Un día, cuando él iba con sus carros de bueyes llevando mercancias de un pueblo a otro, lo asaltó una banda de guerrilleros indígenas. Pero cuando se dieron cuenta de que era Sebastián, lo dejaron pasar libremente sin robarle ni hacerle daño, y diciendo: “Tú has sido siempre como un buen papá para con nosotros. A ti no te haremos daño”.
En una plaza de mercado, sin darse cuenta, golpeó con su carro de bueyes unas ollas de un vendedor y se rompieron algunas. El dueño de las ollas, lleno de rabia la emprendió con terribles insultos contra Sebastián. Este le ofreció excusas y le propuso pagarle todos los daños. Pero el irritado comerciante le gritaba que sólo aceptaba una solución: batirse en lucha los dos, uno contra el otro. Por más que nuestro santo le insistía que él no quería pelear con nadie, el otro lo desafiaba delante de todo el pueblo. Al fin Sebastián aceptó y con su gran fuerza y habilidad derribó al desafiante. Cuando el busca pleitos se vio perdido le pidió perdón y Sebastián lo abrazó cariñosamente. La gente aplaudió su modo tan noble de proceder.
Sebastián adquirió una hacienda y con lo que ella le producía se propuso ayudar a las familias más necesitadas. A las muchachas pobres les obsequiaba una buena cantidad de dinero cuando se casaban, para que pudieran empezar bien su vida de hogar. Los trabajadores de su finca eran tratados más como amigos que como obreros. A varios arrendatarios les escrituró fanegadas de tierra para que formaran sus propias fincas. Sólo tenía un esclavo (en ese tiempo en que cada hacendado tenía muchos) y lo trataba como a un hijo. Un día le concedió la libertad, pero aquel esclavo se sentía tan bien junto a Sebastián que siguió como trabajador suyo.
En su hacienda fundó Sebastián la primera escuela industrial que hubo en México, y allí se dedicó a enseñar a los campesinos y obreros lo que más necesitaban para ganarse honradamente la vida.
Dios quiso llamar a Sebastián a la vida religiosa por medio de una grave enfermedad. Cuando en medio de la altísima fiebre se sintió morir, prometió que si se curaba se dedicaría totalmente a la vida espiritual. Logró la curación y entonces vendió sus propiedades, y regaló el dinero a las religiosas clarisas que eran pobrísimas, y él se fue de hermano lego al convento de los franciscanos.
El demonio acostumbraba asaltarlo por las noches con visiones horribles para tratar de obtener que se saliera de la comunidad religiosa. Una noche fueron dos amigos a acompañarlo en su habitación, y los terrores diabólicos fueron tan espantosos que estos hombres nunca más se atrevieron a aparecerse por allí . Pero el santo alejaba a los demonios con la oración.
Sus últimos 20 años los pasó Sebastián como sencillo hermano lego en el convento de Franciscanos. Era el encargado de pedir limosna por las casas y de cuidar el huerto y hacer las compras y los mandados. Con su fuerza enorme, se dedicaba a los más rudos trabajos, y parecía casi no sentir cansancio. Hacía de sus rudos trabajos un apostolado para salvar almas.
Tenía fama de que todos los animales lo querían. En un largo viaje no se dio cuenta y se acostó sobre un hormiguero, de hormigas muy bravas. Cuando se despertó estas habían hecho un gran círculo a su alrededor, como para protegerlo y ninguna lo había atacado. Un campesino tenía un caballo que derribaba a todo el que quisiera montar en él, pero cuando llegaba Fray Sebastián, el animal lo llevaba mansamente a donde él quisiera. Un día tenía un plato de granos de trigo para obsequiar a un pobre y vinieron las hormigas y se llevaron los granos. Cuando el santo se dio cuenta empezó a decir: “Ay hermanas hormigas, por favor devuélvanme mi trigo que es para un pobre”. Y cada hormiga fue trayendole su granito hasta que le volvieron a llenar el plato.
A los 95 años se le reventó una hernia y se sintió morir. Pidió a los franciscanos que rezaran el credo y cuando decían: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”… se quedó muerto.
Muchísimos habitantes de Puebla asistieron a su entierro. Dos veces fue desenterrado su cadáver, y las dos apareció incorrupto. Al morir quedó su rostro hermoso y alegre, como si estuviera vivo. Junto a su sepulcro se obraron varios milagros. Fue beatificado en 1787.
Sebastián Aparicio: recuérdales a los campesinos, a los comerciantes, a los transportadores y a los sencillos trabajadores, que con el trabajo humilde y sencillo de cada día se puede conseguir un altísimo puesto en el cielo, si se ofrece todo por amor a Dios.
Dice Jesus: “Vengo y traigo mi salario y pagaré a cada uno según su trabajo” (Apocalipsis 22).