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Panaderias

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Este artículo examina la inserción de los inmigrantes vasconavarros del
valle de Baztán en el imbricado negocio del trigo, la harina y el pan de la
ciudad de México a finales del siglo XIX. Describe las condiciones laborales en
las panaderías, así como el papel de los obreros en el México de Porfirio Díaz.
A contrapelo de la tendencia historiográfica que presenta a los empresarios
inmigrantes, y al propio Estado porfirista, como fuerzas de la modernización
capitalista, el artículo demuestra que, con contadas excepciones, las panaderías
permanecían arcaicas y precapitalistas, de modo que los inmigrantes pudieran
incorporar a la cadena de sobrinos que vinculaba la ciudad de México con el
valle de Baztán. Además, se arguye que los obreros panaderos, quienes sufrían
pésimas condiciones dentro de los amasijos, fueron los que pugnaron para que se
estableciera un régimen más capitalista en el que, de acuerdo con los conceptos
populares del liberalismo, se les reconocieran derechos básicos como ciudadanos.

 

 


Ciudad de México, imigrantes Vascos, padarias, movimento operário, Porfiriato.




En su discurso inaugural de 1876, el presidente de México Porfirio Díaz calificó
a la inmigración como "una de nuestras más imperiosas necesidades". Respaldó la
declaración con ofrecimientos de tierra, pasaje y acceso a la mano de obra a
posibles inmigrantes europeos y norteamericanos (MacGregor, 1992; González
Navarro, 1957). Al hacer florecer la economía con recursos y un espíritu
empresarial que los mexicanos supuestamente no tenían, los inmigrantes
complementarían la estabilidad política que Díaz pretendía forjar. Los españoles
eran los candidatos preferidos, pues su mismo idioma y religión les permitirían
mezclarse entre la población nativa e inyectar la nación con sangre vigorosa.
Aunque relativamente pocos españoles respondieron ?la inmigración siempre fue
ínfima, comparada con la de otros países americanos?, su concentración como
propietarios de determinadas industrias dio mayor peso a su impacto (Moya,
2006). Por lo mismo, tuvieron algunas ventajas sobre sus pares en otros lados.
En Estados Unidos y Argentina, por ejemplo, algunos europeos llegaron a ser
propietarios y gerentes, pero la mayoría entró al sector fabril como
trabajadores asalariados. En México, en cambio, los nativos constituían la base
de la fuerza de trabajo, lo que permitió que los pocos inmigrantes que llegaron
pudieran encontrar puestos que iban desde dependientes hasta dueños en el
comercio urbano y en el sector manufacturero. Esta concentración y la
consecuente segregación étnica entre dueños inmigrantes y mano de obra mexicana
eran particularmente evidentes en las panaderías de la ciudad de México, no sólo
porque la industria del pan experimentó un notable aumento con la llegada de los
españoles, sino también porque fue un grupo particular ?vasconavarros del valle
de Baztán? el que encabezó la expansión.

Aunque los inmigrantes vascos consolidaron su posición dominante dentro de la
industria del pan, las panaderías seguían siendo uno de los sectores urbanos más
atrasados de México. De hecho, en este caso, los inmigrantes y los funcionarios
del Estado porfirista no eran la fuerza modernizadora, como los estudiosos del
período tienden a caracterizarlos. Al contrario, eran los obreros quienes
luchaban por modernizar sus condiciones, pugnando por relaciones labores de
corte más capitalista. Los dueños y el Estado, en cambio, se aferraban a
prerrogativas paternalistas. En las páginas que siguen se examinará la inserción
de los inmigrantes baztaneses en las panaderías de la ciudad de México; las
condiciones en las mismas y el lugar de los obreros en el México porfiriano; y
finalmente, se analizará una serie de huelgas que estallaron en 1895. A
diferencia del axioma marxista que explica la movilización obrera a partir de
las dinámicas capitalistas de mecanización y centralización, los panaderos
mexicanos se volcaron a la huelga precisamente porque las panaderías permanecían
arcaicas y precapitalistas.

La Paradoja Vasca

Los vascos tienen una larga historia de inmigración y empresas en América
Latina (Moya, 1998; Douglass y Bilbao, 1975; Mörner, 1996; Aramburu, 1999;
Brading, 1971; Socolow, 1978; Garritz, 1996). "Para ser un auténtico vasco
?escribió el novelista Pierre Llandé en 1909? se necesitan tres cosas: llevar un
apellido sonoro que hable de su origen; hablar la lengua de los hijos de Aitor;
y tener un tío en América" (Iriani, 1995). A finales del siglo XIX, el valle de
Baztán envió a más de sus hijos a América que cualquiera de las demás regiones
vascas (Alday, 1996b). Pero, en cierto sentido, el destino empresarial de los
vascos, en general, y los baztaneses, en particular, no pareciera
predeterminado. Enclavado entre los Pirineos y Pamplona, el valle de Baztán
consta de catorce pueblos dispersos y varios caseríos dedicados a la agricultura
y la ganadería (Alday, 1996; Otondo, 2002). Rústicos, conservadores y apegados a
la familia en su propia tierra ?"un viaje a Navarra [en 1920] aún era una
expedición a la Edad Media"? eran astutos capitalistas urbanos en el extranjero
(Thomas, 1961). Por ello, para quienes los estudian, los vascos representan un
fenómeno singularmente paradójico. Se preguntan: ¿cómo pudo una "sociedad poco
productiva, atada por costumbres y con una jerarquía ascriptiva" generar tantos
empresarios para el Nuevo Mundo? (Hagen, 1962). En otras palabras, ¿cómo llegó a
ser una fuerza modernizadora un pueblo tan tradicional? Para responder, una
subdisciplina de vascólogos ha buscado la clave del funcionamiento interno de
sus comunidades en la geografía, los patrones de herencia, la socialización
familiar, así como en el aislamiento cultural y lingüístico del resto de España
(Estrada, 1999; Bazant, 1983). En un estudio clásico sobre empresarios en
Antioquia, Colombia, Hagen atribuye la prosperidad de éstos a su ascendencia
vasca. Los vascos, afirma, son "un pueblo vigoroso y trabajador de las serranías
que ha conservado un aislamiento cultural [?.] y ha transmitido estos rasgos
personales en Colombia durante varias generaciones" (Hagen, 1962). Kasdan
concuerda en que los inmigrantes vascos, por lo general, son empresarios
singularmente exitosos, pero la clave, según él, reside en la estructura
familiar, a saber: la primogenitura y la consecuente socialización de los
hijos menores destinados a salir del caserío (Kasdan, 1965). Los tratamientos
más recientes se despreocupan de la etiología y se limitan más bien a describir
sus éxitos (Herrero, 2004; Marichal y Cerruti, 1997).

En buena medida, estos factores etnohistóricos ayudan a explicar los
triunfos de los vascos en América. La primogenitura obligó a muchos a buscar
modos de vida fuera de la aldea, en sitios donde su comunalismo resultó ser
ventajoso (Kasdan, 1965, Brandes, 1973; Douglass, 1973ab; Idoate, 1989; Moya,
1998). Su apego idiosincrásico a su casa ancestral (echea); sus patrones de
endogamia patriarcal, en que el paterfamilias escoge cuidadosamente a sus yernos
de entre la comunidad, y a menudo, de la misma familia; su idioma singular; su
autoidentificación como un pueblo particularmente trabajador y austero: todo
esto infundió en la comunidad vasca en el extranjero la confianza y el control
necesarios para movilizar recursos con eficiencia e integrar rubros afines en
una empresa cohesiva (Douglass y Bilbao, 1975; Bonacich, 1973; Bonacich y
Modell, 1980; Waldinger, 1986).

Esta misma batería de valores y mecanismos también ayuda a esclarecer el
porqué de su concentración en las panaderías, pese a que no eran panaderos. Las
panaderías fueron empresas que resultaron ser compatibles con los recursos
étnicos y los imperativos sociales de los vascos. Otros españoles explotaban
nichos específicos, estableciendo, por ejemplo, las tiendas ultramarinas, donde
se expendían vinos importados, aceite de oliva, bacalao salado, o bien, en el
caso de la "Alpargatería Española", propiedad de un gallego, "pelotas de
Pamplona, canastas y boinas" (Figueroa, 1899; Ludlow, 1994). Ligados a una
demanda limitada, este tipo de negocios no permitía una expansión mayor (Portes,
1987; Cobas, 1987; Auster y Aldrich, 1984). El pan, en cambio, lo consumía una
amplia población en constante aumento. Las panaderías podían multiplicarse, para
dar cabida a la cadena continua de sobrinos que se proponían "hacer la América"
en los negocios de sus tíos. Además, en comparación con otras industrias, las
panaderías exigían poca inversión inicial, puesto que los negocios eran pequeños
y la mano de obra era barata (Waldinger, 1986).

Los recursos culturales de los vascos, entonces, eran claramente compatibles
con el espíritu empresarial. Si acaso parece paradójico, es porque los
estudiosos, al igual que la élite porfirista, han equiparado automáticamente tal
espíritu con el progreso y la modernización capitalista. La suposición es
particularmente equivocada en el caso de las panaderías, donde los inmigrantes
echaron mano de recursos tradicionales para ocupar la industria más
arcaica del México urbano.

Nuevos Propietarios

En 1869, dieciocho hombres eran dueños de las aproximadamente treinta
panaderías principales en la ciudad de México (La Iberia, 4 de agosto de 1869;
El Distrito Federal. Órgano Oficial del Gobierno del Mismo, 21 de diciembre de
1871; El Boletín Municipal, 26 de julio de 1872). Todos, menos uno, eran recién
llegados a la industria del pan; por lo menos ocho eran inmigrantes, de los que
sólo uno era vasconavarro. También en 1869, un grupo de repartidores y pequeños
comerciantes protestó ante el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz,
por "la más inicua codicia y monopolio de los dueños extranjeros de panaderías".
Los repartidores se quejaron de que "tres o cuatro más acomodados [?.] que
también tienen molinos, al mismo tiempo que panaderías [?] han comprometido a
los demás a tomar la resolución de cerrar nuestras casillas y tendejones,
negándose a vendernos pan, para venderlo ellos exclusivamente [?] hundiendo el
puñal de muerte en el seno de más de dos mil familias que vivimos del tráfico de
pan" (AHDF Jurados, Vol. 2740). Pero lo que los repartidores estaban
presenciando era apenas el comienzo de la monopolización extranjera del sector.
Después de 1869, los cambios de dueños seguían pero ya se perfilaba un claro
patrón. Los inmigrantes españoles paulatinamente compraban las panaderías
existentes y establecían nuevas. Después de mantenerse constante durante más de
un siglo, el número de panaderías se triplicó entre 1869 y 1890.

La punta de lanza de esta tendencia era Pedro Albaitero. Nacido en 1833 en
Erazu, en el valle de Baztán, llegó a México alrededor de 1855 (Otondo, 2002).
Hay poca información sobre sus inicios en México. Al parecer, no tenía
panaderías antes de 1869, pero a los diez años de haber llegado ya contaba con
tal prestigio que un testimonio de Albaitero daba fe de la eficacia de un
cirujano austríaco de callos y verrugas en los pies (La Sociedad, 2 de diciembre
de 1864). Algunas pistas sobre sus comienzos se encuentran en su matrimonio con
Luisa García Rejón y Piñón en 1865 (www.familysearch.org, C619629, ficha No.
0035212). Su esposa no era de ascendencia vasca ni nacida en España. Pocas
españolas solteras emigraban, y mucho menos durante las turbulentas décadas del
siglo en México. De haber nacido en España, la boda sin duda se hubiera
celebrado allí y no en México. Más bien, Luisa García provenía de una familia de
élite de Yucatán, en el sudeste del país. Su abuelo, Joaquín García Rejón, había sido un prominente terrateniente, militar y político que figuró entre los
primeros congresistas del Estado en 1823. Aparentemente, su padre, Manuel García
Rejón, llevó a la familia a vivir en el pueblo de Tacubaya, a las orillas de la
capital (www. familysearch.org, C619624, ficha No. 35207; Mestre, 1945; Benson,
1992). Como muchas familias acomodadas, los García Rejón y Piñón prefirieron la
promesa de un inmigrante europeo sobre la supuesta decadencia de los
contemporáneos mexicanos de Luisa. Era común que las familias casaran sus hijas
con inmigrantes, con tal de "facilitar que la familia se ajustara a los cambios
de la época" (Walker, 1986; Brading, 1971). Para la familia, el matrimonio
representó una inversión en nuevas posibilidades comerciales. Para Albaitero, el
matrimonio sugiere, además de una inclinación amorosa, que tenía suficientes
conexiones para mezclarse con la élite capitalina pero no los recursos para
establecerse sin el apoyo de una familia política. Como un empresario panameño
poco afortunado lamentó: "en México, el mejor árbitro para todo es la influencia
personal"; el que no la tuviera, no prosperaba (Walker, 1986).

Albaitero no podía valerse de un círculo de paisanos panaderos, porque
simplemente no existía. Los siete panaderos españoles que había en 1869 llegaron
una década después que Albaitero. Es probable que su suegro tuviera terrenos, y
acaso un molino, en Tacubaya; en todo caso, las conexiones y la dote acaso
explican cómo habría comprado dos panaderías céntricas para el año de 1869,
cuando no tenía ninguna dos años antes. En seguida, Albaitero se asoció con otro
vasconavarro, José Arrache, quien se casó con María de la Luz García Rejón,
hermana de Luisa, en 1874 (www.familysearch.org., M643217, ficha No. 0652544).
La boda y la segunda dote fundieron los vínculos de familia y negocios entre los
dos inmigrantes vascos, quienes pusieron los cimientos para los baztaneses que
abandonaron sus aldeas en busca de fortuna en México. En 1884, Albaitero mandó
llamar a un sobrino en Erazu, Juan Irigoyen Echartea, quien contrajo nupcias ese
mismo año con su hija mayor, Mercedes (www.familysearch. org., No. 0652544,
ficha No. M643217; Arcelus, 2001). Los hermanos de Irigoyen ?Pedro, José y
Francisco? llegaron a México poco después y se establecieron como agricultores y
molineros en el Bajío, la zona triguera al noreste de la capital (Alday, 1996b).

Así, Albaitero se encontró en la posición idónea para unir la materia prima
con la demanda urbana. En 1887, él y Arrache establecieron "La Florida", el
primer molino dentro de los límites de la ciudad. La maquinaria a vapor
importada de Hungría liberaba al molino de las corrientes de agua que bajaban al
valle de México por el sur y el poniente. Hasta entonces, todos los
molinos estaban en las haciendas trigueras, en las que el cultivo y la molienda
formaban parte de una misma unidad productiva. Los comerciantes y los
intermediarios trasladaban la harina desde las haciendasmolinos hasta las
panaderías dentro de la ciudad. Albaitero y Arrache, en cambio, pudieron
articular la producción de harina y del pan dentro de los circuitos comerciales
urbanos y, así, abastecer las panaderías propias y ajenas con mayor eficiencia
(El Tiempo, 21de junio de 1887). "La Florida" formaba parte de un amplio esquema
de abasto y producción urbanos, como quedó claro al siguiente año, cuando
establecieron "Los Gallos", la primera panadería mecanizada de México, situada
en un viejo edificio del centro. "Los Gallos" pronto se convirtió en el lugar
donde la élite porfiriana concurría para mojar sus bizcochos en tazas de fino
chocolate (El Diario del Hogar, 10 de diciembre de 1889). Para 1896, Albaitero y
Arrache ya contaban por lo menos con once panaderías importantes, que surtían
pan a numerosos expendios (El Municipio Libre, 17 de julio de 1896).

Otro baztanés, Braulio Iriarte Goyeneche, replicó este ciclo aun con mayor
éxito. En 1877, a los diecisiete años, partió del pueblo de Elizondo. No tenía
parientes en México pero empezó a repartir pan en una panadería de Albaitero,
antes de emplearse en un molino de trigo en las afueras de la capital (Herrero,
2002; Arriola, 1944). Para 1890, había comprado "El Factor", una de las
panaderías más antiguas y prestigiosas de la ciudad (Iglesias y Salinas, 1997).
Una guía turística de 1899 notó que "El Factor" tenía "establecidas sucursales
perfectamente montadas en distintas calles de la ciudad [donde] la fabricación
del pan hizo en México los progresos que se alcanzaron en otras grandes
capitales del mundo. La manipulación de las harinas se verifica por medios
mecánicos y para nada toca las masas la mano del obrero" (Figueroa, 1899). En
1903, junto con los baztaneses Fermín Echandi y Juan Oteiza, Iriarte inauguró un
molino dentro de la ciudad, que llamó "El Eúskaro", en honor de sus raíces
vasconavarras. En 1912, junto con el leonés Pablo Díez, estableció la primera
fábrica de levadura comprimida industrial, "Leviatán y Flor" (Salazar, 1971;
Herrero, 2002). Luego encabezó un grupo de baztaneses que abrió la Cervecería
Modelo, en 1925. Después de establecer una nueva versión de "El Eúskaro" en
1929, molía la gran mayoría del trigo en el país (Fernández, 1939).

Al igual que Albaitero, Iriarte formó una familia con una mexicana pero
tejió una cerrada y cohesiva red de negocios con vínculos familiares con
vasconavarros (Salazar, 1971). Su hija Leonor se casó con el baztanés Andrés
Barberena Urrutia, quien llegó a México alrededor de 1900 (Arcelus,
2001). Barberena se inició como administrador de la panadería céntrica "La
Vasconia", antes de adquirir "El Factor" y una panadería en la calle San Juan de
Letrán (Departamento del Trabajo, 1922b). Iriarte llevó a dos sobrinos, Segundo
Minondo Rota y Agustín Jáuregui Iriarte, en 1907 y 1909 (Arcelus, 2001). Minondo
manejó algunas de las panaderías de su tío; Jáuregui se casó con su hija,
Esperanza, y se hizo dueño de la panadería en la calle Santa María la Redonda
(The Mexican Herald, 30 de junio de 1915). Más sobrinos siguieron: José Larregui
Iriarte llegó en 1915, a los dieciséis años. Sus hermanos, Bautista y Miguel,
los siguieron cuatro y ocho años más tarde, respectivamente. Juntos, los tres
hermanos establecieron la "Compañía Molinera de Toluca", al oeste de la capital
(Alday, 1996b). Por medio de estos vínculos, casi todas las panaderías de la
ciudad de México estaban directamente conectadas a las múltiples empresas de
Iriarte, ya fueran del trigo, la molienda, la levadura y las mismas panaderías.

Albaitero e Iriarte, pues, constituían los pilares de la industria del pan,
pero ésta se expandió por la llegada de muchos otros inmigrantes españoles
?vasconavarros, en particular? vinculados entre sí por familia, asociaciones e
identidad regional. Según el censo de 1877, había 68 panaderías, que contaban
con un total de 865 obreros (Busto, 1880). El censo de 1898 no incluyó el número
de panaderías pero sí notó que los obreros panaderos se habían triplicado: 2.538
(Estados Unidos Mexicanos, 1898c). Suponiendo la misma relación entre obreros y
panaderías (12,7:1), había alrededor de 200 panaderías. En 1895, una lista de
donantes españoles a la guerra en Cuba ?tan buen indicador como cualquiera
durante la época? incluye a 130 propietarios de panaderías en la ciudad de
México: más de la mitad (72) eran vasconavarros (El Correo Español, 24 de
octubre de 1895). El aumento de las panaderías coincide de cerca con el de la
población española (Estados Unidos Mexicanos, 1898b; Estados Unidos Mexicanos,
1901a), pero rebasa con mucho el crecimiento general de la población de la
ciudad, que creció a un factor de 1,5, desde 327.500, en 1887, hasta 476.000 en
1900 (Estados Unidos Mexicanos, 1898a; Estados Unidos Mexicanos, 1901b).

Tal proliferación de panaderías requería de una fuente considerable de mano
de obra tanto para el amasijo como para el despacho. Los obreros mexicanos
constituían aquélla, pero los dependientes, administradores y contadores eran
mayoritariamente españoles. Un censo de 1922 registró a 192 empleados de
despacho, de los cuales 121 eran "extranjeros", españoles sin duda, pues los
pocos propietarios extranjeros que no eran españoles no declararon haber
contratado a extranjeros (Dorantes, 1922). El inmigrante recién llegado le
brindaba trabajo y lealtad a su predecesor, con la esperanza de adquirir su
propio negocio. Un escritor español, residente en México, advertía a los
potenciales emigrantes en cuanto a no dejarse engañar por los que regresaban a
España con "media docena de ‘fluxes’ [trajes], y otra media de sombreros, tres
pares de calcetines de seda, un ‘fistol’ con perla, y una ‘piedra’ de seis
quilates en el dedo meñique". Hasta esos pequeños lujos les costaba "un trabajo
asiduo, constante, ininterrumpido, de muchos, muchísimos años" (Marcos, 1915).
Un viajero francés notó que los propietarios españoles buscaban a sus empleados
"habitualmente entre los españoles de las zonas fronterizas con Francia. De
todos los extranjeros establecidos en México son los que ejercen la actividad
más ingrata" (De Cardona, 1900; Morales, 2002).

El trabajo era duro, mas no ingrato. No todos los empleados se volvían
propietarios, pero la mayoría de éstos se iniciaban como empleados. Una vez que
los dependientes aprendían los secretos del negocio y acumulaban capitales
suficientes, establecían sus propios negocios, a menudo con crédito y obsequios
de sus antiguos patrones. Por medio del abasto de materia prima, las conexiones
personales y las asociaciones cívicas de los empresarios vascos, los nuevos
dueños mantenían vínculos estrechos con sus antiguos patrones, y así, expandían
el conglomerado de empresas (Salazar, 1971; Arriola, 1944).

El éxito de estas redes transnacionales gravitaba sobre la capacidad de las
panaderías para multiplicarse. Sin la dispersión y la multiplicación de las
panaderías, proporcional a la confluencia de inmigrantes y su posterior paso de
aprendices a propietarios, la red muy pronto se hubiera descompuesto (Bonacich y
Modell, 1980; Waldinger 1986). Las panaderías calzaban bien en este modelo de
organización socialempresarial. La producción del pan descansaba sobre la mano
de obra barata, lo que obviaba la necesidad de invertir en maquinaria. Por la
insistencia del público en obtener pan fresco todas las mañanas, las panaderías
tenían que estar dispersas, a una corta distancia de las casas. Así pues, la
constante llegada de inmigrantes fomentaba la dispersión de una gran cantidad de
unidades productivas que eran chicas, independientes y no mecanizadas.

Como tantos inmigrantes llegaron a poseer panaderías para finales del siglo,
en la prensa empezaron a expresarse preocupaciones sobre un "monopolio español".
En el sentido estricto de la palabra, nunca hubo un monopolio. Por poderosos que
llegaron a ser Albaitero e Iriarte, ninguno ejerció una dominación
completa. No todos los dueños eran vasconavarros, ni siquiera españoles, y la
competencia entre todos era fuerte. Unos cuantos dueños mexicanos tenían algunas
de las panaderías principales del centro de la ciudad; varios mexicanos más
manejaban pequeñas fábricas en las zonas periféricas. Sin embargo, el concepto
contemporáneo de "monopolio" no se refería a un control exclusivo en manos de un
solo individuo o grupo, sino a una concentración desproporcionada de recursos e
influencia. En este caso, lo desproporcionado era el número de los nuevos
propietarios, su nacionalidad y la problemática historia de los españoles en
México. En 1897, en el periódico El Popular, se acusó a los españoles de llevar
a la miseria a los "pobres panaderos mexicanos" con una competencia ruinosa (El
Popular, 4 de julio de 1897). En 1898, El Hijo del Ahuizote denunció que:

Los españoles han monopolizado las panaderías (todas), molinos de harina
(todos) y las bizcocherías (todas). JAMAS usan nombres mexicanos en sus
negociaciones, fábricas o fincas. Suprimen el nombre indígena y le ponen
invariablemente el nombre de un santo ó el de algún torero ó el de un pelotari.
Rara vez se casan con mexicanas; y cuando lo hacen, generalmente obedecen a
intereses mezquinos ó á circunstancias escepcionales. Ya es tiempo de entrar
francamente á la lucha económica y de ir al fin netamente patriótico. ¡MEXICO
PARA LOS MEXICANOS! (El Hijo del Ahuizote, 23 de octubre de 1898).

Desproporcionada, entonces, era la medida del control de los españoles sobre
asuntos vitales relativos a la soberanía que los mexicanos ejercieron sobre la
vida cotidiana de su país.

Obreros

A diferencia de las instalaciones de Albaitero e Iriarte, la gran mayoría de
las panaderías carecía de maquinaria y aún dependía de la mano de obra de
mexicanos endeudados. De hecho, las condiciones dentro de los amasijos habían
cambiado muy poco desde la época colonial. Calurosos y hacinados, los panaderos
trabajaban jornadas de más de catorce horas. Dormían en barracas, en el piso del
amasijo o en los almacenes junto a los costales de harina (AHDF, Policía
general, vol. 3636, exp. 820, 1880). Los amasijos generalmente se encontraban en
el sótano y carecían de ventilación directa para limpiar el aire que respiraban
los trabajadores. Por el calor de los hornos, las vigas periódicamente se
incendiaban y se derrumbaban (El Siglo Diez y Nueve, 22 de mayo de 1895; El
Demócrata, 3 de noviembre de 1895; El Chisme, 7 de junio de 1900).
Lámparas de petróleo alumbraban el amasijo y solían volcarse encima de las
espaldas del obrero que chocara con ellas, como le pasó a un "desgraciado
panadero" en 1894:

Como el aparato estaba ardiendo al bañarle de petróleo aquel hombre,
comenzaron á incendiarse sus vestidos [?]. Naturalmente los demás panaderos
procuraron apagar el incendio iniciado así como al pobre hombre que, ardiendo,
corría por todas partes queriendo quitarse á pedazos sus vestidos. El dueño de
aquel establecimiento estaba durmiendo y al ser despertado á las voces de
auxilio se levantó súbitamente y con el serape con que se cubría, envolvió al
infeliz panadero que ardía logrando de esa manera evitar que ese pobre hombre
hubiera sufrido más graves quemaduras de las que sufrió (La Voz de México, 16 de
enero de 1894).

La infraestructura de "La Florida", el molino ultramoderno del propio
Albaitero, también estaba en pésimas condiciones, en lo que respecta a los
obreros. En 1889, el techo del dormitorio de los trabajadores se derrumbó sobre
nueve personas, muriendo un obrero, su esposa y sus cuatro hijos. "Aunque la
casa estaba en ruinas, los propietarios Sres. Albaitero y Arrachi [sic] no
tuvieron culpa alguna pues con anticipación habían pedido desocupasen el cuarto
que daban gratis [?]" ( La Voz de México, 1 de septiembre de 1889).

La higiene tampoco experimentó mejoras apreciables al final del siglo. La
sabiduría popular atribuía el sabor salado del pan a la transpiración de los
cuerpos semidesnudos de los panaderos. Otros sabores acaso provenían de la
costumbre de amasar con los pies, lo que los panaderos llamaban bailar la masa.
Un decreto prohibió la práctica en 1893, pero un reportero descubrió que los
dueños simplemente obligaban a los panaderos a calzarse antes de salir: "debajo
de las alpargatas se ven las huellas de la masa" (La Patria, 18 de abril de
1893).

La prohibición de los pies descalzos no era sino una de varios decretos
inútiles. El gobernador Baz había promulgado una amplia reforma en 1867;
posteriores funcionarios se limitaban a reiterar sus artículos (Baz, 1869;
Gobierno del Distrito Federal, 1871). Antes de que Porfirio Díaz tomara el poder
por medio de la fuerza en 1876, los dueños podían contar con la desidia y la
corrupción de los funcionarios de la ciudad. Después podían contar con la activa
complicidad de la élite política, cuya celebración de la inmigración europea era
tan marcada como el menosprecio que sentían por la clase obrera autóctona.

Los liberales que antecedieron a Díaz ciertamente habían creído que los
pobres eran poco civilizados, indolentes y disolutos, pero atribuían la
condición, en parte, al efecto embrutecedor de las condiciones opresivas del
trabajo. Entre el círculo gobernante de Díaz, en cambio, el antiguo meliorismo
liberal cedía a la afirmación positivista que planteaba que, si bien todos los
humanos podrían mejorar, los líderes debían gobernar científicamente, de acuerdo
con las reales circunstancias y no según las aspiraciones idealistas. Además,
inculcar la modernidad en un pueblo recalcitrante requeriría años de educación.
Los derechos civiles y un gobierno democrático sólo podrían enraizarse una vez
que el progreso económico hubiera engendrado una población más madura y unas
instituciones más sólidas (Hale, 1989; Knight, 1985). Así, pues, las campañas
dirigidas a mejorar a las clases populares se hicieron más vigorosas, pero se
centraban en las deficiencias y las fallas internas que, supuestamente,
derivaban de las malas costumbres y creencias (Blum, 2001; Agostoni, 2002;
RiveraGarza, 2001; Piccato, 1995). El desaseo, la ignorancia y, sobre todo, la
borrachera eran las causas, y no las consecuencias, de la pobreza. El
comportamiento disoluto mantenía a los obreros endeudados y en pésimas
condiciones de trabajo.

La crónica roja demostraba diariamente que la conducta y los vicios de los
panaderos eran la causa de su infortunio. Ángel Castro y José Castro, panaderos
en "Vanegas", se pelearon al comenzar el turno de la noche, por "un asunto
personal". Ángel clavó un gancho en el pecho de José. Gravemente herido, José
aún tenía fuerza para darle un leñazo en la cabeza al otro (El Tiempo, 28 de
marzo de 1890). En otro caso, entre Manuel Ruiz y José Ugalde:

Existían rivalidades por cuestiones del oficio. Cansado Ruiz de ver que su
compañero era el preferido en todo, resolvió tomar venganza de las burlas de que
lo hacían objeto y, al efecto, ideó una estúpida maldad que llevó á cabo con la
mayor sangre fría. Mientras Ugalde dormía en el amasijo, descansando un poco del
trabajo, Ruiz impregnó de grasa un papel y poniéndolo sobre el cuerpo de Ugalde
le prendió fuego, haciendo que se produjeran horribles quemaduras al desdichado
bizcochero (El Popular, 19 de marzo de 1902).

En la panadería de la calle Tompeate, algún compañero tiró una bolita de
masa a Pedro García. Seguro de que había sido Luis García, aquél le dio 17
puñaladas (El Imparcial, 22 de enero de 1899). Adelaido Ramos y Antonio Terán,
que trabajaban en una panadería de la calle Estanco, por "cuestiones del oficio
estaban enemistados desde hace tiempo. Ramos dijo una indirecta á Terán,
el que le contestó con una insolencia, por lo que el primero, levantando en alto
un leño que estaba cerca de él, lo dejó caer sobre la cara del segundo
fracturándole la nariz" (El Popular, 30 de agosto de 1902). Asimismo, Eustaquio
Suárez y Manuel Franco estaban trabajando en una bizcochería de la calle Arcos
de Belén cuando, "por quítame allá estas pajas", Franco mató a Suárez con una
puñalada, "y la sangre de las heridas cayó sobre la masa" (El Tiempo, 12 de
agosto de 1910).

El alcohol transformaba a los obreros en bestias y al amasijo en un "teatro
de sangrientos sucesos". Véase, si no, un altercado entre panaderos en "Los
Gallos":

Salieron de su trabajo los operarios y el maestro del amasijo, Pedro
González, invitó á varios de ellos á tomar pulque. Estuvieron apurando del
blanco licor del maguey y, por cuestiones de trabajo, aunque lo más probable es
que porque ya el pulque empezaba á hacer sus efectos, González empezó á reñir
con Adolfo Pérez, panadero del mismo taller. Ya se estaban agriando mucho los
ánimos cuando otro panadero, Porfirio Fosas, prudentemente se llevó á Pérez de
la pulquería. González continuó bebiendo (afirman testigos presenciales), y
cuando al mediodía se retiró á su taller ya estaba perfectamente ebrio. Al
penetrar á la panadería riñó con Rafael Ortiz, á quien causó dos heridas con la
cabeza, y poco después, como á las dos de la tarde fué nuevamente á armar
camorra con Adolfo Pérez que dormía justamente con sus demás compañeros. Pérez,
provocado por segunda vez, no rehusó el lance, se fué á armar de un cuchillo y
se lanzó como una fiera sobre su adversario: la lucha fué corta, al segundo ó
tercer pase Pérez caía á los pies de su enemigo con una feroz puñalada en el
vientre. Su muerte fué casi instantánea, el arma perforó toda la pared abdominal
y penetró como cuatro centímetros en el intestino delgado, produciendo una
hernia monstruosa. Pedro González no intentó ni siquiera huir y confesó
circunstancialmente su delito. La noticia del asesinato causó escándalo en el
barrio y la calle se vió repentinamente invadida por una multitud, entre las que
se encontraban las familias de los panaderos. Cuando el Sr. Moreno fué á
levantar el cadáver del que en vida fué Adolfo Pérez, estaba tendido en la
puerta de entrada del amasijo. Cuando los camilleros sacaron el cadáver en la
camilla, varias mujeres del pueblo se precipitaron á ver el cadáver, y entonces
se escuchó este grito desgarrador: ¡Es mi hijo de mi corazón!? Pérez era muy
joven aún, pues sólo contaban unos diez y ocho años (La Voz de México, 4 de
enero de 1894).

Las nimiedades que presuntamente provocaban la violencia ponían de relieve
la naturaleza patológica de los panaderos. Una bolita de masa, las indirectas y
los celos desataban furias asesinas. Ciertamente tal barbarie estaba tan
arraigada que una legislación no hubiera podido remediarla muy pronto. De hecho,
estos sucesos sugerían que los propietarios cumplían un bien público al encerrar
a hombres tan brutales. El trabajo en el amasijo, por pesado que fuera, no podía
explicar por qué Pedro García apuñaló a Luis García 17 veces , siendo más que
suficientes una o dos puñaladas bien dadas. Si los liberales del período
anterior creían que las condiciones de trabajo engendraban el vicio, los
positivistas porfirianos estaban convencidos de que el vicio era una explicación
independiente de la conducta aberrante y una justificación de las condiciones de
trabajo opresivas.

El amasijo, junto con el burdel y la pulquería, formaba parte del escenario
del inframundo urbano estudiado por criminólogos como Carlos Roumagnac (Piccato,
2001). Los panaderos eran elementos constantes del elenco aberrante: tahúres,
borrachos, padres irresponsables, despechados enfurecidos que laceraban la cara
de sus amantes. "Abrahám L. (á "el Barbón")" fue un panadero acusado de
asesinato, examinado por Roumagnac. "Llevó una vida desordenada, embriagándose
cuando salía del trabajo de la panadería, uniéndose con prostitutas y
frecuentando toda clase de sitios. Naturalmente, ha tenido enfermedades propias
de ese género de existencia". Abrahám insistía en que "nunca ha hecho nada malo
en su vida". Pero Roumagnac ya había descrito al padre ("exsoldado",
"alcohólico"), a los tíos alcohólicos, su madre frágil, su hermano muerto, y
estaba seguro de que el muchacho era "tipo hipócrita y solapado". Aunque los
panaderos no ganaban más de setenta y cinco centavos a la semana, los
especímenes de Roumagnac siempre se las ingeniaban para comprar pulque y los
servicios de las prostitutas. Ciertamente, un aumento salarial sólo
incrementaría el alcoholismo (Roumagnac, 1904).

Preocupados respecto a las manos (y los pies) que estaban a cargo del
sustento de la ciudad, el ayuntamiento encargó una investigación sobre las
condiciones dentro de las panaderías. La preocupación de la "comisión
inspectora" no era que los amasijos propiciaran el vicio y la disolución, sino
que pudieran atraer a hombres descarriados que encontraran ahí un ambiente
propicio para perpetuar su conducta lejos de la mirada de las autoridades. Los
amasijos, además, podían ser un refugio para delincuentes, pues la policía nunca
entraba. Puesto que estos hombres literalmente alimentaban a la ciudad, la
situación presentaba graves riesgos para la salud pública. Durante todo el tiempo de su "contrata", "no se lavan jamás ni se cambian de ropa; así
duermen, botados en medio de las masas preparadas para la fabricación del
artículo". Los panaderos, aseveró el informe de la comisión, comúnmente padecían
de "enfermedades infecciosas y tienen los medicamentos revueltos con los útiles
para trabajar el pan". Finalmente, muchos menores trabajaban en las panaderías,
donde "adquieren hábitos de inmoralidad", como "jugar naipes y otras malas
costumbres que casi siempre tienen los panaderos" (La Patria, 21 de junio de
1901).

Protestas

Estas observaciones no sólo daban por sentado que los panaderos eran
depravados, prácticamente por naturaleza; también ignoraban cómo el aumento de
panaderías había intensificado el ritmo de trabajo del amasijo. El incremento de
panaderías trajo aparejada una intensa competencia entre los dueños, que se
disputaban la clientela abaratando el pan, poniendo más expendios y enviando a
los repartidores más allá de su zona inmediata. La prensa lo llamó una "guerra
sin cuartel, en la que algunos pierden hasta $200 al día" (El Siglo Diez y
Nueve, 20 de junio de 1895). Esto, a su vez, generó mayores fricciones entre los
panaderos. Los patrones buscaban compensar sus reducidas ganancias con
incrementos en la producción; para ello, exigieron más de sus obreros,
restringiendo su movimiento. Las presiones eran particularmente fuertes para la
mayoría de las panaderías que no contaban con la maquinaria de "Los Gallos" y
tenían que compensarlo sacando más provecho de la fuerza de trabajo.

Por costumbre, los panaderos salían entre las 2 y las 6 p.m. Sin embargo, en
1895, colectivamente los dueños españoles decidieron encerrar a los obreros
dentro de los amasijos durante el período de su contrata. Los patrones aducían
que, como pagaban a sus operarios al comenzar la contrata, que podía durar
semanas, los "encierros" evitaban que frecuentaran las pulquerías entre sus
turnos y regresaran ebrios, si es que no huían del todo, llevándose cuanta
harina, azúcar, huevos y manteca pudieran cargar (El Universal, 1 de agosto de
1895). Los patrones insistían en que los encierros eran parte de su deber
paternal, pues aseguraban que los trabajadores no "malgastaran el producto de su
trabajo". Además, así se garantizaban el orden y el abasto: "Si encerrándolos se
dificulta el orden, saliendo á la calle se embriagarán todos los días y no
tendrán operarios para dar cumplimiento al público" (El Siglo Diez y Nueve, 20
de julio de 1895). Braulio Iriarte comprobó esto al realizar un "ensayo" de
dejarlos salir, lo que "dio pésimos resultados, pues que en vez de regresar puntuales á las horas señaladas, la mayor parte no volvieron más, y algunos
que acudieron estaban enteramente ebrios" (El Siglo Diez y Nueve, 1 de agosto de
1895). Los encierros, en suma, eran parte de la responsabilidad del patrón de
asegurar que los panaderos cumplieran con su deber de abastecer de pan a la
ciudad.

Los encierros debieron de ser eficaces, pues los conflictos no estallaron al
cerrarse las puertas del amasijo sino cuando éstas se abrieron momentáneamente.
Otro dueño repitió el experimento de Iriarte y dejó salir a los obreros "durante
las horas de descanso" (El Monitor Republicano, 21 de julio de 1895). En vez de
emborracharse y desaparecer, unos quince panaderos recorrieron las panaderías,
solicitando que los jefes permitieran la salida de sus trabajadores después de
terminar su turno. Pronto llegó un gendarme, y cuando no pudo disolver al grupo,
pidió refuerzos (El Siglo Diez y Nueve, 20 de julio de 1895). Los panaderos
lanzaron lodo a la policía y terminaron en la cárcel de Belem (El Monitor
Republicano, 21 de julio de 1895).

A la semana siguiente, operarios de "La Moderna" y "Aldama", panaderías de
José Arrache, también exigieron salir. "Aporrearon la puerta" y fueron a buscar
a sus compañeros de la panadería de "San Dimas". Ante un grupo de unos ochenta
panaderos, el administrador de "San Dimas" consintió a su cordial demanda de
acompañarlos a la comisaría para negociar con los maestros de las tres
panaderías. Ahí llegaron a acuerdos sobre turnos de doce horas (de 6 p.m. a 6
a.m.) y sueldos diarios de tres pesos para maestros, $1,75 para oficiales y
$1,50 para medio oficiales (El Siglo Diez y Nueve, 1 de agosto de 1895; El
Tiempo, 1 de agosto de 1895; El Universal, 1 de agosto de 1895).

Para entonces, la mayor parte de los panaderos había decidido salir de los
amasijos. Sólo unas pocas panaderías quedaban abiertas. En la de la Calle Real,
el dueño ofreció pagar el doble a sus obreros, con tal de aprovecharse de la
oportunidad que significó la huelga. Asimismo, el dueño de la "Alameda" puso a
los empleados del despacho a trabajar en el amasijo, donde torpemente hacían el
degradante trabajo manual. Los panaderos de "San Pedro y San Pablo" también
quisieron salir pero el dueño, Antonio Buerba, "logró por medio de la persuasión
que permanecieran en el establecimiento", al mandar a aprehender a tres
panaderos, por "introducir el desorden entre sus compañeros" (El Siglo Diez y
Nueve, 2 de agosto de 1895). Otro patrón les dijo a sus trabajadores "que si
querían continuar en su casa con el sistema antiguo de no salir del
establecimiento, podrían hacerlo y que si no aceptaban estas condiciones
los dejaba en libertad para obrar como mejor les pareciese". Pero advirtió que
"si no accedían á sus deseos, podrían sobrevenirles algunos males". Decidieron
probar su suerte en la calle (El Siglo Diez y Nueve, 1 de agosto de 1895).

Salvo el lodo que tiraron, los panaderos se condujeron ordenada y
cordialmente, en contraste con el salvajismo que se les atribuía en la prensa.
Sus quejas fueron puntuales y concretas; su exigencia fue el respeto que por ley
se les debía. Los patrones los tenían "como presos, vigilándolos hasta para
hablar con sus familias y al recibir las comidas". Encerrados en los amasijos,
les faltaban "las comodidades de sus casas" (El Universal, 1 de agosto de 1895).
En una carta anónima al gobernador del Distrito Federal, general Pedro Rincón
Gallardo, exigieron un trato justo, conforme a la ley. Aludiendo a José María
Morelos, el mártir de la Independencia que declaró la abolición de la
esclavitud, y a Benito Juárez, el indio zapoteco que siendo presidente de México
firmó la Constitución liberal de 1857, los panaderos aseveraron que su causa era
"la segunda independencia de la esclavitud".

El buen nombre de la Nación no permitirá jamás sobre el prestigio que tiene
admitir según el buen criterio, que la ley sea Que la sombra del Ilustre Juárez
venga de su sepulcro á minorar las crueldades del fanatismo y reclamando sus
justos juicios del gabinete, se realice lo que la Reforma haya conquistado en
todo el universo (El Tiempo, 3 de agosto de 1895).

Entre algunos grupos de obreros urbanos, el anarquismo había estado
circulando, pero los panaderos no eran radicales (Hart, 1974; Hernández, 1980).
No pretendían resistir la proletarización, sino exigir salarios y trabajo libre,
es decir, un trato digno, precisamente, en tanto proletarios y ciudadanos. Esta
corriente, que la historiografía ha calificado como "liberalismo popular", era
radical sólo en cuanto contrastaba con el menosprecio de la élite hacia las
clases populares, que se hizo demasiado evidente al negarles sus derechos
legales (Anderson, 1976; Knight, 1984; Díaz, 1990; Taibo, 1980; Thomson, 1991).
Lo que los panaderos llamaron "elevados sentimientos de patriotismo" poco
convencieron a las autoridades, que creían percibir la mano manipuladora de
algún demagogo, en vez de un planteamiento lícito por parte de los trabajadores.

El primer día de la huelga, el general Rincón Gallardo y el Jefe de Policía
se reunieron con los principales dueños ?Arrache, Iriarte, Oteiza, Echandi,
Galnares, Montellano, Mancebo, Zabalbur y Buerba? dentro de la panadería
de la calle Tacuba, propiedad de Buerba. La junta, que duró varias horas,
representó la unificación de fuerzas en contra de la insubordinación. Al salir,
Rincón Gallardo declaró que "los propietarios de panaderías estaban en su más
perfecto derecho para exigir á sus empleados que no salieran de las casas, como
lo hacían los particulares con sus criados, sin que á nadie se le ocurriera
reclamar una libertad absurda" (El Siglo Diez y Nueve, 31 de julio de 1895). Los
trabajadores no eran, pues, proletarios modernos, ni siquiera plenos adultos y
ciudadanos, sino sirvientes sujetos a la autoridad de sus patrones. La prensa
conservadora subrayó lo absurdo de las demandas de los panaderos. El Tiempo
insistió en que su declaración "no tiene pies ni cabeza y no sirve más que para
acabar de desprestigiar la famosa huelga". Llamó a las autoridades a 
obrar con la energía que es necesaria con los escandalosos motores de la huelga,
y como ésta es injusta, evitarla también con severidad. Tal vez la inmensa
mayoría de los huelguistas no saben ni tienen conciencia del mal que se hacen, á
la vez que ignoran el por qué de ese movimiento sin razón y consecuencia, en que
juegan envidias y ambiciones mezquinas. Estamos seguros que cuando la autoridad
se porte con energía los panaderos volverán sobre sus pasos y todo terminará,
para bien del público que es en realidad el que tiene que sufrir (El Tiempo, 2
de agosto de 1895).

Al segundo día, los panaderos intentaron incorporar al movimiento las pocas
panaderías que permanecían abiertas. No pudiendo convencer a los no huelguistas,
recurrieron a amenazas. La policía aprehendió a cinco huelguistas por escribir
presuntas amenazas de muerte contra los "cobardes miserables" (El Siglo Diez y
Nueve, 2 de agosto de 1895). Los huelguistas lograron persuadir (o bien
atemorizar) a más panaderos para que se unieran. Luego, a las 6 de la mañana,
justo antes de la hora de abrir, se reunieron en la panadería de la Calle Real,
donde el patrón había doblado su jornal acostumbrado. Trataron de tumbar la
puerta, pero fueron repelidos por la policía (El Tiempo, 2 de agosto de 1895).

Los dueños, por su parte, buscaron la manera de resistir las demandas sin
prolongar la huelga ni provocar más violencia. Se rehusaron a dialogar
directamente con los huelguistas, optando por proponer una resolución
unilateral. Acordaron dejar de pagar anticipos y adoptar en su lugar una "tarifa
común de salarios", que se pagaría diariamente. Hecha la concesión, no pudieron
dejar su paternalismo y advirtieron a los trabajadores que sólo "se les recibirá
en la fábrica si regresan en estado de poder desempeñar sus labores,
despidiéndolos en caso contrario" (El Siglo Diez y Nueve, 5 de agosto de 1895).

Estos cambios parecen haber satisfecho a los huelguistas, pues al día
siguiente volvieron al amasijo. Comentaristas en la prensa conservadora
arguyeron que el aparente logro de los huelguistas en realidad perjudicaría los
mismos intereses de éstos. Con el antiguo sistema, "podían proveerse en junto de
los objetos que necesitaban y se paseaba una vez; pero no así ahora, en que
todos los días encontrarán la ocasión" (El Siglo Diez y Nueve, 5 de agosto de
1895). Los dueños, asimismo, trataron de ocultar su disgusto, al caracterizar la
resolución como una victoria pírrica de los panaderos, de la que pronto
llegarían a arrepentirse. Nunca sintieron tal contrición: a los tres meses,
cuando de nuevo los dueños colectivamente quisieron bajar los sueldos y volver a
imponer los encierros, unos cien panaderos inmediatamente se declararon
nuevamente en huelga (Gil Blas, 26 de octubre de 1895; El Demócrata, 26 de
octubre de 1895).

Después de 1895, los conflictos seguían candentes, en la medida en que los
patrones intentaban aumentar la producción con un mayor control sobre los
panaderos. En 1897, trabajadores de "El Factor", de Braulio Iriarte, querían
salir del amasijo mientras esperaban la cocción del pan. El administrador "se
opuso tenazmente". Los dependientes mantuvieron la puerta cerrada mientras
llegaba la policía para detener "á los belicosos panaderos" (La Voz de México, 4
de abril de 1897). Un año después, circunstancias semejantes dieron lugar a un
"formidable escándalo" en la panadería de la calle Tompeate. "Parece ?reportó el
periódico? que los operarios estaban disgustados porque se les había aumentado
el trabajo". Un panadero, Crispín González, "se rehusó á trabajar é intentó
saltar el mostrador para dirigirse á la calle, se lo quiso impedir un
dependiente y como el operario se insolentara, el dependiente para reducirlo al
órden le dió de bofetadas. Al presenciar el hecho, los demás operarios, se
amotinaron y comenzaron á arrojar leñas sobre las puertas, haciendo pedazos los
cristales". Llegaron dos gendarmes, seguidos por 12 más. Uno de ellos, "á quien
apodan ‘la Liebre’, quizá para demostrar lo injusto de su mote, penetró solo el
amasijo". Los panaderos lo recibieron con una paliza y la Liebre disparó su
revólver al aire. Un piquete de policía montada se llevó a 34 panaderos a la
cárcel de Belem (El Tiempo, 27 de mayo de 1898).

Los patrones también pretendieron desarraigar la costumbre de los panaderos
de tomar en el amasijo. Cuando el administrador de "Los Gallos" no permitió que
un obrero introdujera "un cubo de pulque para seguir bebiendo", se
declararon en huelga y salieron tumultuosamente, "arrastrando á los dependientes
que les impedían la salida". Ya en la calle, "lanzaron insultos contra sus
patrones". Los panaderos, entonces, fueron a una ferretería, donde "se
apoderaron de un gran número de bastones, con los cuales trataban de golpear a
sus patrones, y también de varias gruesas de cohetes, con el fin de quemarlos á
la puerta de la panadería". De nuevo, la policía se llevó a los "escandalosos"
(El Imparcial, 6 de enero de 1902). A pesar de la difundida impresión de que los
panaderos eran unos borrachos incapaces de someterse a los rigores de la
producción moderna, en su motín regía un orden claro. Al negárseles un derecho
acostumbrado, decidieron marcharse. Se apoderaron de determinados objetos para
enfrentar a los dependientes que habían tratado de detenerlos, y agredieron a la
panadería misma, en un combate de explosiones simbólicas.

Además de estas protestas espontáneas, los panaderos realizaron más huelgas,
que sugieren un grado mayor de organización. En julio de 1907, los oficiales de
"Los Gallos" exigieron un aumento de dos pesos a $2,25. Arrache y Córdoba se los
negaron, aduciendo que "si acceden á ello, dentro de dos ó tres meses los
operarios tendrán nuevas exigencias". Estalló la huelga al terminar la jornada
vespertina; la masa preparada para la jornada nocturna se quedó en las artesas,
echándose a perder, y la leña en los hornos se quemó, provocando "grandes
perjuicios para la negociación". Siguiendo una rutina ya consabida, los
huelguistas se congregaron en el parque central "La Alameda"; de allí marcharon
de panadería en panadería, llamando a los demás panaderos a que también
exigieran un aumento. El gobierno no tardó en mandar gendarmes para que
"ejercieran estricta vigilancia en los alrededores de las panaderías, para
protegerlas en caso necesario, así como para impedir que los obreros que
desearan trabajar, sean maltratados por los otros" (El Imparcial, 4, 6 y 7 de
julio de 1907). Trabajadores de "El Factor" y de las panaderías de las calles
Tacuba y San Dimas, entre otras, secundaron la huelga. Los trabajadores que no
se unieron aportaron fondos, que permitieron que los huelguistas siguieran
durante siete días.

Sin embargo, con el respaldo de los gendarmes, los dueños pudieron
reemplazar a los huelguistas hasta que éstos cedieron. Arrache "los invitó á que
depusieran su actitud hostil, asegurándoles que en su casa serían tratados con
todo género de consideraciones. La mayoría de los huelguistas se muestran
arrepentidos de su violencia, y es casi seguro que todos volverán á la
panadería" (El Imparcial, 10 de julio de 1907).

Conclusión

Dinámicos, industriosos y astutos, los nuevos propietarios de las panaderías
de la ciudad de México se valieron de redes familiares y de una solidaridad
étnica para integrar y expandir las estructuras de organización del complejo
trigoharinapan. Pero un proceso de modernización paralelo no ocurrió dentro de
los amasijos, donde los trabajadores continuaban en condiciones atrasadas. Para
Marx, la del pan era "la más arcaica, precristiana" de todas las industrias
británicas. Pero, arguye, "para el capital, el carácter técnico del proceso
laboral del que se apropia es indiferente. En primera instancia, lo absorbe en
la forma en que lo encuentre" (Marx, 1976). Sin embargo, el atraso de los
amasijos no era sólo un vestigio de una época anterior que los nuevos
propietarios hayan encontrado, sino una condición que éstos y la élite política
mantuvieron y promovieron. Surgió, primero, del menosprecio y la desconfianza
que la élite porfirista sentía por los trabajadores mexicanos, y de la
estructura de abasto que descansaba sobre la explotación y, segundo, del hecho
de que la modernización capitalista de las panaderías (por ejemplo,
mecanización, centralización, y un régimen salarial libre) era incompatible con
las dinámicas de la inmigración vasca. Ciertamente, Albaitero, Arrache e Iriarte
introdujeron importantes innovaciones tecnológicas. Pero incluso estas
panaderías excepcionales seguían valiéndose del trabajo forzado para ampliar sus
empresas, a fin de incorporar a los nuevos inmigrantes.

Además, a diferencia de los panaderos en la descripción de Marx, indefensos
ante la fuerza deshumanizadora del capitalismo, los panaderos de la ciudad de
México lucharon porque se les reconociera como "obreros libres" dentro del
mercado laboral. No se opusieron necesariamente a la intensificación de la
producción, aunque ésta pudiera haber sido el aguijón, sino al carácter
precapitalista de las relaciones laborales, en donde se les negaban salarios
regulares y derechos como ciudadanos. Los presuntos motores de la modernización
capitalista ?los funcionarios porfiristas y los empresarios extranjeros?
buscaron restringir su progreso a cada paso. Sin embargo, el que la ciudad
subsistiera del pan dio a los panaderos la fuerza para lograr concesiones.

ARCHIVOS

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Periódicos Consultados

El Boletín Municipal

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