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Revestido de cerámica vidriada poblana, la Casa de los Azulejos nos ofrece una espectacular portada que da a una de las calles más reputadas del Centro Histórico: Madero, antigua calle de plateros o san Francisco, según se prefiera tomar uno de los senderos de nuestra historia: la mercantil o la religiosa.
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Muy temprano, la calle de Plateros fue ?principal?; su primer residente, Hernán Cortés. En 1638 el virrey ordenó que todo el que se dedicara a labrar o vender oro y plata, batihojas y tiradores, tuviera ahí sus tiendas. Una de las aceras de Plateros lindó con el primer convento de América, establecido por la orden de los Franciscanos. Más adelante en esta avenida vivió Iturbide ?como emperador? en el palacio que lleva hoy su nombre. En 1914 este corredor fundamental a la Plaza Mayor cambió de nombre, bautizado por Villa, quien tomó una escalera y puso la placa con el de Francisco I. Madero en homenaje al prócer que el primer día de la Decena Trágica, rumbo a Palacio Nacional, caminó por Reforma, pasó por Plateros y llegó a su destino.
Madero fue el paseo de la capital mexicana que contó primero con alumbrado eléctrico, el primer cine y la primera fuente de sodas. El café más importante del siglo XIX: La Concordia. La primera pastelería de El Globo, con su elegantísimo salón de té donde los meseros vestían de frac y corbata blanca. Fue cita de aquéllos que buscaban las tiendas de paraguas más acreditadas, de los famosos sombreros Tardan y de la Librería Madero. Más tarde, en la primera mitad del siglo XX, dirección donde encontrar los restaurantes más concurridos: Lady Baltimore, Maison Dorée y Sanborns. La famosa casa número 10 de la primera calle de San Francisco (hoy Madero) conocida ?desde el siglo XVIII? como los Azulejos es el Sanborns más ilustre del país.
El edificio tiene una historia larga e interesante: Dos casas en un principio, cuentan que fue refugio de partidarios de Hernán Cortés. Su primer dueño, Hernando de Ávila. En 1550 es comprada por Damián Martínez al precio de cinco mil pesos de oro de mina. Antigua residencia de los condes de Valle de Orizaba es, en palabras de Octavio Paz, testimonio de la victoria de la pasión sobre el llamado buen gusto, cuando en el siglo XVIII es revestido completamente su exterior con mosaicos policromos. A partir de 1881 será el famoso Jockey Club que representó la avenida más elegante del porfiriato. Vivienda aristocrática hasta 1870, más tarde la habitarán los Yturbe Idaroff, familia de la que proviene nuestra escritora Elena Poniatowska Princesa de Polonia. |
Declarada monumento nacional en la década de los treintas, la Casa de los Azulejos había iniciado ya una nueva historia a principios del XX. En 1903, Frank Sanborn instala en un pequeño local de la calle de Filomeno Mata un innovador concepto de fuente de sodas y droguería: Sanborns American Pharmacy. Desde 1919 es el Palacio de los Azulejos su casa matriz. Patrimonio histórico por su origen y protagonismo en la antigua traza de la ciudad de México, la Casa de los Azulejos es de una monumentalidad artística notable: más aún cuando la contemplamos en compañía de otros palacios del centro histórico: el de Bellas Artes y el de Correos. Barroca en su estructura, llena de leyendas y anécdotas en su interior, es un dechado de artes aplicadas de primer nivel con cerámica, piedras labradas, fuentes, guardapolvos, herrerías y resguardo de dos singulares murales: Pavorreales del rumano Palcologne, de 1918, y Omnisciencia, realizado en 1925 por José Clemente Orozco. Lugar de tertulias, de fotos legendarias, de vida cotidiana, el Sanborns de los Azulejos ha sido testigo del paso de pintores, escritores, actores, poetas, revolucionarios, y de nosotros. Símbolo del ambiente cosmopolita de la primera mitad del siglo XX, en el XXI hay quienes afirman que la mejor vista que queda hoy del centro histórico es, sin duda, la del bar de los Azulejos.
¡Qué tiempos aquellos! Galas de México fábrica de imágenes perdurables La imprenta más grande de calendarios mexicanos en el siglo pasado creó, a partir de los treinta, un catálogo de imágenes impregnadas de un espíritu nacional. Los cromos de Galas de México adornarían por tres décadas cocinas, salas, recámaras, oficinas, negocios, talleres y altares de todo el país. La fábrica de Santiago Galas distribuyó, en un periodo de tres décadas, millares de representaciones venidas de una práctica pictórica. Dentro de sus instalaciones se estableció un estudio para que un grupo de artistas ?contratado por tiempo o por obra? produjera las pinturas originales a partir de la cuales se harían las imágenes de los cromos.
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De esta manera, Galas de México contó entre 1930 y 1960 con una extensa nómina de pintores: Jesús de la Helguera, Jorge González Camarena, Jaime Sadurní, Armando Drechsler, Luis Améndolla, Josep Renau, Chávez Marión, Eduardo Cataño, Roberto Montenegro, Humberto Limón, Aurora Gil, Ángel Martín y Antonio Gómez R., entre otros. Así, a principios del siglo XX los pintores de calendario modelaron con sus obras una parte de la identidad nacional, con contenidos comerciales, atractivos y vivaces; volvieron ?coquetas? a sus modelos, que vendían todo tipo de productos, y recrearon rostros y escenas famosas, muchas de ellas tomadas del anecdotario de la patria, del cine nacional y hollywoodense y de la historia de México. De esta forma, durante los primeros dos tercios de ese siglo, los mexicanos han mirado y guardado en su memoria visual, una expresión colorida y ensoñadora.
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En los felices años del polisón? Con el tiempo y la gran distribución que alcanzó la imprenta Galas de México ?junto con otras compañías litográficas como La Enseñanza Objetiva y Lito Offset Latina? se conformaría un compendio de utopías a domicilio, prefiguraciones de ?lo nuestro?, recuperación de lo que nos hemos dicho a través de sueños imaginados en formas y colores; recolección de iconos terruños y transfronterizos; abreviación de objetos íntimos y modestos adornos. Por mucho tiempo nos recreamos a través de estas imágenes. Al gusto del cliente, del comerciante y del impresor, los pintores de calendarios recrearon, sobre todo, temas como el pasado prehispánico, los héroes nacionales, las tradiciones mexicanas, el cine, la afición, la religión y el humor.
En 1941, la cinematografía nacional ?en plena época de oro? estrenaba uno de sus clásicos: ¡Ay qué tiempos aquéllos señor don Simón! Estelarizada por Joaquín Pardavé, esta película perduró en la mente de los connacionales que la vieron y recordaron con nostalgia una época que se mostró en paz y bonanza. Eran los tiempos de don Porfirio, el de los felices años del polisón.También días en que las mujeres guardaban luto por más de un año con vestidos negros, con la blusa corrida hasta lo oreja y la falda bajada hasta el huesito. Don Simón era presidente honorario de la Liga de las buenas costumbres y asiduo asistente del Teatro de los Héroes, donde todas las noches había un atrevido espectáculo de baile can-can. Antonio Gómez R., ?junto con Pedro Guzmán León, de los primeros y más importantes autores de pinturas para calendarios? nombra su obra como la celebrada película .
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