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El Papa señaló que es necesario hacer a un lado las tinieblas ante más de cinco mil fieles, que se reunieron en la Basílica de San Pedro del Vaticano.
Benedicto XVI urgió este jueves a acabar con los abusos contra los niños presas de la guerra, la violencia, la pornografía y odio, durante la misa de Nochebuena en el Vaticano.
“Pensemos en aquellos niños a quienes se les niega el amor de los padres, a los niños de la calle, a los niños utilizados brutalmente como soldados y convertidos en instrumentos de violencia, en lugar de ser portadores de reconciliación y paz”, dijo.
El obispo de Roma rezó también por los niños “heridos en lo más profundo del alma” al ser víctimas de la industria de la pornografía y todas las otras formas “abominables de abuso”.
Durante la homilía de la tradicional Misa de Gallo, ante más de cinco mil personas en la Basílica de San Pedro, el pontífice recordó que Dios se hizo niño, y por ello cada infante del mundo recuerda el pesebre de Belén y “reclama nuestro amor”.
Apuntó que el bebé nacido de María en un pobre portal hace más de dos mil años debe llevar a los hombres a hacer todo lo posible poner fin a la tribulación de los pequeños que sufren en la actualidad.
“Solamente a través de la conversión de los corazones, solamente por un cambio en lo íntimo del hombre se puede superar la causa de todo este mal, se puede vencer el poder del maligno”, aseguró.
“Sólo si los hombres cambian, cambia el mundo y, para cambiar, los hombres necesitan la luz que viene de Dios, de esa luz que de modo tan inesperado ha entrado en nuestra noche”, subrayó.
A lo largo del sermón, pronunciado en italiano, el líder religioso explicó cómo Dios se hizo hombre en forma de recién nacido, dependiente y débil, necesitado de amor, para no causar miedo a los seres humanos.
Destacó que Cristo al nacer se manifestó primero a las personas de baja condición, que en la gran sociedad eran más bien despreciadas: a los pastores que velaban sus rebaños en los campos de las cercanías de Belén.
Ellos, sostuvo, tuvieron un corazón abierto y vigilante, el único que es capaz de creer en el mensaje. “Sólo el corazón vigilante puede infundir el ánimo de encaminarse para encontrar a Dios en las condiciones de un niño en el establo”, añadió.
Según Benedicto XVI, la gloria de Dios es la paz porque donde está él, existe la paz. Jesús está, indicó, donde los hombres no pretenden hacer autónomamente de la tierra el paraíso, sirviéndose para ello de la violencia.
Jesucristo está, añadió, con las personas del corazón vigilante; con los humildes y con los que corresponden a su elevación, a la elevación de la humildad y el amor. A estos da su paz, porque por medio de ellos entre la paz en este mundo.
Al recordar al niño de Belén, pidió también la paz para esa localidad de los territorios palestinos; llamó a reflexionar sobre el país donde Jesús vivió y pidió rogar para que allí se conjure finalmente los conflictos.
“Que cesen el odio y la violencia. Que se abra el camino de la comprensión recíproca, se produzca una apertura de los corazones que abra las fronteras. Qué venga la paz que cantaron los ángeles en aquella noche”.
Desde la Basílica de San Pedro al terminar su bendición navideña Urbi el Orbi (de Roma al mundo) el papa Benedicto XVI auguró que la fiesta del nacimiento de Cristo sea fuente de luz y confianza para todos.
Benedicto XVI expresó hoy su preocupación por el futuro, que “se está haciendo más incierto incluso en las naciones del bienestar” y exhortó a los hombres a que ponga cada uno su parte, con solidaridad, “ya que si cada uno sólo piensa en sus intereses, el mundo se encamina a la ruina”. El Papa hizo estas manifestaciones durante el tradicional Mensaje de Navidad, pronunciado desde el balcón central de la basílica de San Pedro del Vaticano, y en el que recordó los lugares del mundo donde hay guerras, enfrentamientos o crisis económicas, entre ellos Oriente Próximo, Kivu (Congo), Darfur (Sudán) y Somalia, y todos los sitios “donde el terrorismo sigue golpeando”. Ante unas 60.000 personas reunidas en la plaza de San Pedro para escuchar el cuarto Mensaje de Navidad de su Pontificado, el Obispo de Roma proclamó al mundo que con el nacimiento de Jesús “ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”.
En un mensaje de esperanza, el Papa subrayó que la Navidad es la fiesta de la luz y que Jesús vino a la tierra “para todos, judíos, paganos, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, cercanos y lejanos”. El Pontífice añadió que Dios es el único que puede transformar el mal en bien y cambiar el corazón del hombre y hacerlo un oasis de paz y abogó para que todo el mundo sienta el poder de la gracia salvadora de Dios. “Que brille la luz de la Navidad donde se atropella la dignidad y los derechos de la persona, donde los egoísmos personales o de grupo prevalecen sobre el bien común, donde se corre el riesgo de acostumbrarse al odio fratricida y a la explotación del hombre por el hombre”, agregó el Papa.
El Papa pidió que la Luz de Belén también brille donde las luchas intestinas dividen grupos y etnias y laceran la convivencia y donde el terrorismo sigue golpeando, donde falta lo necesario para vivir, donde se mira con desconfianza un futuro que se está haciendo cada vez más incierto, incluso en las naciones del bienestar”. El Pontífice animó a todos los hombres a poner su parte “con espíritu de auténtica solidaridad, ya que si cada uno piensa sólo en sus propios intereses el mundo se encamina hacia la ruina”, afirmó. Benedicto XVI abogó para que en este tiempo “marcado por una considerable crisis económica”, la Navidad sea la ocasión de una mayor solidaridad entre las familias y entre la sociedad. El Papa agregó que la Luz de Belén también la esperan los niños de todos los países en dificultad, “para que se devuelva la esperanza a su porvenir”.
texto integro del mensaje pronunciado por S.S. Benedicto XVI desde la logia central de la Basilica de San Pedro
antes de impartir la bendición Urbi et Orbi.
Queridos hermanos y hermanas, renuevo el alegre anuncio de la Natividad de Cristo con las palabras del apóstol San Pablo: Sí, hoy «ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres».
Ha aparecido. Esto es lo que la Iglesia celebra hoy. La gracia de Dios, rica de bondad y de ternura, ya no está escondida, sino que «ha aparecido», se ha manifestado en la carne, ha mostrado su rostro. ¿Dónde? En Belén. ¿Cuándo? Bajo César Augusto durante el primer censo, al que se refiere también el evangelista San Lucas. Y ¿quién la revela? Un recién nacido, el Hijo de la Virgen María. En Él ha aparecido la gracia de Dios, nuestro Salvador. Por eso ese Niño se llama Jehoshua, Jesús, que significa «Dios salva».
La gracia de Dios ha aparecido. Por eso la Navidad es fiesta de luz. No una luz total, como la que inunda todo en pleno día, sino una claridad que se hace en la noche y se difunde desde un punto preciso del universo: desde la gruta de Belén, donde el Niño divino ha «venido a la luz». En realidad, es Él la luz misma que se propaga, como representan bien tantos cuadros de la Natividad. Él es la luz que, apareciendo, disipa la bruma, desplaza las tinieblas y nos permite entender el sentido y el valor de nuestra existencia y de la historia. Cada belén es una invitación simple y elocuente a abrir el corazón y la mente al misterio de la vida. Es un encuentro con la Vida inmortal, que se ha hecho mortal en la escena mística de la Navidad; una escena que podemos admirar también aquí, en esta plaza, así como en innumerables iglesias y capillas de todo el mundo, y en cada casa donde el nombre de Jesús es adorado.
La gracia de Dio ha aparecido a todos los hombres. Sí, Jesús, el rostro de Dios que salva, no se ha manifestado sólo para unos pocos, para algunos, sino para todos. Es cierto que pocas personas lo han encontrado en la humilde y destartalada demora de Belén, pero Él ha venido para todos: judíos y paganos, ricos y pobres, cercanos y lejanos, creyentes y no creyentes…, todos.
La gracia sobrenatural, por voluntad de Dios, está destinada a toda criatura. Pero hace falta que el ser humano la acoja, que diga su «sí» como María, para que el corazón sea iluminado por un rayo de esa luz divina. Aquella noche eran María y José los que esperaban al Verbo encarnado para acogerlo con amor, y los pastores, que velaban junto a los rebaños (cf. Lc 2,1-20). Una pequeña comunidad, pues, que acudió a adorar al Niño Jesús; una pequeña comunidad que representa a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad. También hoy, quienes en su vida lo esperan y lo buscan, encuentran al Dios que se ha hecho nuestro hermano por amor; todos los que en su corazón tienden hacia Dios desean conocer su rostro y contribuir a la llegada de su Reino. Jesús mismo lo dice en su predicación: estos son los pobres de espíritu, los afligidos, los humildes, los hambrientos de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por la causa de la justicia (cf. Mt 5,3-10). Estos son los que reconocen en Jesús el rostro de Dios y se ponen en camino, come a los pastores de Belén, renovados en su corazón por la alegría de su amor.
Hermanos y hermanas que me escucháis, el anuncio de esperanza que constituye el corazón del mensaje de la Navidad está destinado a todos los hombres. Jesús ha nacido para todos y, como María lo ofreció en Belén a los pastores, en este día la Iglesia lo presenta a toda la humanidad, para que en cada persona y situación se sienta el poder de la gracia salvadora de Dios, la única que puede transformar el mal en bien, y cambiar el corazón del hombre y hacerlo un «oasis» de paz.
Que sientan el poder de la gracia salvadora de Dios tantas poblaciones que todavía viven en tinieblas y en sombras de muerte (cf. Lc 1,79). Que la luz divina de Belén se difunda en Tierra Santa, donde el horizonte parece volverse a oscurecer para israelíes y palestinos; se propague en Líbano, en Irak y en todo el Medio Oriente. Que haga fructificar los esfuerzos de quienes no se resignan a la lógica perversa del enfrentamiento y la violencia, y prefieren en cambio la vía del diálogo y la negociación para resolver las tensiones internas de cada País y encontrar soluciones justas y duraderas a los conflictos que afectan a la región. A esta Luz que transforma y renueva anhelan los habitantes de Zimbabwe, en África, atrapado durante demasiado tiempo por la tenaza de una crisis política y social, que desgraciadamente sigue agravándose, así como los hombres y mujeres de la República Democrática del Congo, especialmente en la atormentada región de Kivu, de Darfur, en Sudán, y de Somalia, cuyas interminables tribulaciones son una trágica consecuencia de la falta de estabilidad y de paz. Esta Luz la esperan sobre todo los niños de estos y de todos los Países en dificultad, para que se devuelva la esperanza a su porvenir.
Donde se atropella la dignidad y los derechos de la persona humana; donde los egoísmos personales o de grupo prevalecen sobre el bien común; donde se corre el riesgo de habituarse al odio fratricida y a la explotación del hombre por el hombre; donde las luchas intestinas dividen grupos y etnias y laceran la convivencia; donde el terrorismo sigue golpeando; donde falta lo necesario para vivir; donde se mira con desconfianza un futuro que se esta haciendo cada vez más incierto, incluso en las Naciones del bienestar: que en todos estos casos brille la Luz de la Navidad y anime a todos a hacer su propia parte, con espíritu de auténtica solidaridad. Si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo se encamina a la ruina.
Queridos hermanos y hermanas, hoy «ha aparecido la gracia de Dios, el Salvador» (cf. Tt 2,11) en este mundo nuestro, con sus capacidades y sus debilidades, sus progresos y sus crisis, con sus esperanzas y sus angustias. Hoy resplandece la luz de Jesucristo, Hijo del Altísimo e hijo de la Virgen María, «Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero… que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo». Lo adoramos hoy en todos los rincones de la tierra, envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Lo adoramos en silencio mientras Él, todavía niño, parece decirnos para nuestro consuelo: No temáis, «no hay otro Dios fuera de mí» (Is 45,22). Venid a mí, hombres y mujeres, pueblos y naciones; venid a mí, no temáis. He venido al mundo para traeros el amor del Padre, para mostraros la vía de la paz.
Vayamos, pues, hermanos. Apresurémonos como los pastores en la noche de Belén. Dios ha venido a nuestro encuentro y nos ha mostrado su rostro, rico de gracia y de misericordia. Que su venida no sea en vano. Busquemos a Jesús, dejémonos atraer por su luz que disipa la tristeza y el miedo del corazón del hombre; acerquémonos con confianza; postrémonos con humildad para adorarlo. Feliz Navidad a todos.