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Exequias y entierro del Padre Fundador de los Legionarios de Cristo


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En un clima de oración y recogimiento, según el deseo expreso del P. Maciel, se realizaron las ceremonias religiosas en Cotija de la Paz, Michoacán.
Cristo Legionario

Cotija de la Paz, El 2 de febrero de 2008, fiesta de la Presentación del Señor, estando presentes algunos legionarios de Cristo alumnos del centro vocacional de Guadalajara, miembros del Regnum Christi y familiares de nuestro Fundador, fueron sepultados en Cotija los restos mortales del P. Marcial Maciel, L.C.

La tierra que lo vio nacer lo acogía nuevamente después de un largo peregrinar por el mundo. El cuerpo de Nuestro Padre fue llevado a Cotija apenas se hizo el traslado de los Estados Unidos.

Se colocó sobre el suelo de la capilla del Centro Cultural Interamericano. Apenas llegar se tuvo el responsorio de exequias presidido por el P. Evaristo Sada, L.C.

Después, dio inicio el velorio con el cirio pascual al centro. Paulatinamente fueron llegando familiares y amigos a la capilla. A las 7.00 a.m. se tuvo la celebración eucarística que presidió el P. Álvaro Corcuera, L.C.

acompañado por el P. Luis Garza Medina, L.C., por los directores territoriales de México y Monterrey, por Mons. Jorge Bernal y Mons. Pedro Pablo Elizondo, obispo emérito y actual de la Prelatura de Cancún-Chetumal, y otros sacerdotes legionarios más.

El P. Álvaro narró cómo nuestro Fundador pudo realizar su deseo de morir con tranquilidad, en casa, rodeado de los suyos. Partiendo en medio de una gran paz. Recordó que ahora toca a cada legionario de Cristo y miembro del Regnum Christi llevar el amor de Cristo y extenderlo por el mundo a través del mandato de la caridad.

Al concluir la celebración eucarística, según el rito correspondiente, inició la procesión, en la que diversos grupos de legionarios, miembros consagrados del Regnum Christi y señores del Movimiento que se encontraban en un cursillo, en Cotija, fueron cargando el ataúd hasta depositarlo en la carroza fúnebre.

Así el cortejo fúnebre llegó a la cripta en el cementerio, que desde hace algunos años funge como lugar de entierro de los legionarios y miembros

consagrados del Regnum Christi en México y donde también yacen los restos mortales de algunos familiares del Nuestro Padre Fundador. Allí se tuvo la bendición final y el féretro fue depositado en uno de los nichos. El clima que reinaba en el recinto era el de una profunda gratitud a Dios, de oración, esperanza y compromiso, con la confianza puesta en Dios.

Para el cristiano, la muerte es el inicio de una nueva vida, es el encuentro definitivo con Dios en la eternidad. Por lo mismo, la tristeza natural que produce la pérdida física de un ser querido, pasa a la serenidad del alma que confía en Dios y espera en Él. Y como sacerdotes legionarios y miembros de un Movimiento de apostolado en la Iglesia, es también la oportunidad para reafirmar el compromiso por continuar la obra que deja el Fundador para apoyar en los programas pastorales de las diócesis, a los obispos y párrocos, de la total adhesión al Santo Padre. La tarea de llevar a las personas al conocimiento y amor de Jesucristo es ingente y aquí estamos para poner lo que está de nuestra parte, con la ayuda de la gracia de Dios.

Vivir centrados en Cristo

A los miembros y amigos
del Movimiento Regnum Christi
1 de marzo de 2008
Muy estimados en Jesucristo:

Hace un mes, un pequeño grupo de legionarios y de miembros del Movimiento, en representación de la gran familia que somos todos, pudimos realizar el rito de sepultar a Nuestro Padre Fundador en el cementerio de Cotija de la Paz, después de haber celebrado las exequias fúnebres conforme a la tradición de la Iglesia católica. Fueron momentos muy emotivos, pero vividos con grande serenidad. Experimentábamos la presencia siempre bondadosa de nuestra Madre del Cielo. En Cotija la invocamos precisamente como Nuestra Señora de la Paz. Ella, la Madre fiel, quien siempre lo tuvo tan cercano en todos los momentos de su vida, y muy especialmente en la hora de su paso de este mundo a la eternidad, sigue con nosotros, nos consuela, nos repite a cada uno: "nada te turbe; ¿no estoy yo aquí que soy tu Madre?".

Sentía desde entonces el deseo profundo y el deber de comunicarme con ustedes. Dios me concede hacerlo ahora, en estos días ya cercanos a la Semana santa, mientras disponemos nuestro espíritu, de la mano de nuestra madre, la Iglesia, para celebrar los misterios santos de nuestra redención. Quería escribirles ante todo para expresarles mi sincera gratitud. Han sido tantas y tan sentidas las muestras de cercanía, de apoyo, que todos los legionarios y miembros consagrados hemos recibido de muchísimos de ustedes, que me es imposible agradecerles adecuadamente.
En verdad ha sido y es palpable cómo Dios ha querido hacer de todos nosotros una sola y gran familia. Y así, nos hemos estrechado más en el momento en que Nuestro Padre nos ha dejado físicamente al término de su peregrinación terrena. Hemos vivido momentos muy dolorosos, porque es imposible no sufrir la separación de un padre, por cuyo conducto hemos recibido tantas muestras del amor de Dios. Él fue el medio elegido por la Providencia para fundar la Legión y el Regnum Christi en la Iglesia, sabiéndose siempre un simple instrumento, pues sólo Dios es el verdadero y gran protagonista. Ahora nos toca seguir caminando, ya sin su compañía física.
Muchas gracias a todos por haber estado allí, espiritualmente, sobre todo con sus oraciones. Puedo asegurarles que él se sabía acompañado y apoyado continuamente por las oraciones de los legionarios y de los miembros del Movimiento. Y esto, sin duda, fue para él uno de los motivos que le ayudaron a esperar el momento final con mucha paz, y pidiendo a Dios que nuestras vidas fuesen una respuesta a la Voluntad de Dios, viviendo el mandato de la caridad que Cristo nos dejó. Nuestra respuesta no puede ser sino un "sí" cada momento de nuestra vida, viviendo con la conciencia de que Dios nos creó para ser santos, y que la santidad no es sino esta respuesta de amor, en cada momento del día, en lo pequeño y en lo grande.
Si pudiéramos preguntarle cómo quiere que le manifestemos nuestra gratitud, estoy seguro de que nos diría lo que siempre nos ha querido transmitir: conocer, amar y dar a Cristo, no tener otra razón para vivir fuera de Cristo, no hacer nada que no sea por Cristo, vivir centrados sólo en Él. Que podamos decir como san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Y por lo mismo, vivir el gran mandamiento de Cristo: la caridad fraterna y universal, sin distinción de lenguas, razas, culturas o estados socioeconómicos. Amar a los demás como Cristo nos amó a nosotros.

Por encima de todo, sentimos la necesidad de dar gracias a Dios. Todo es don de su amor infinito para con nosotros. Quien más, quien menos, todos hemos experimentado cuánto ha cambiado nuestra vida después de que Cristo se cruzó en nuestro camino para llamarnos a servir a la Iglesia como miembros del Movimiento Regnum Christi.

Diría que es una constante en la mayoría de los testimonios que he recibido o leído en estos días: familias enteras que han podido reencontrar la unidad y la armonía; jóvenes o adultos que iban a la deriva por el mundo y ahora han encontrado el sentido de sus vidas; otros que quizás llevaban una vida simplemente buena y de pronto descubrieron que Cristo los llamaba a ser santos y apóstoles de su Reino?; todo a partir de un momento preciso, el momento del encuentro personal con Jesucristo, en el que pudimos experimentar que también en nuestra vida, igual que hace dos mil años, «pasó haciendo el bien» (Hech 10, 38). ¡Cómo no dar gracias a Dios por este don maravilloso que ha querido poner en nuestras manos!

Más en particular, sentimos la necesidad de agradecer a Dios que nos haya regalado este espíritu tan hermoso, que nos hace percibir un poco, ya desde ahora, lo que será la felicidad del cielo: el espíritu de caridad que nos une en una familia.

Esta caridad debe ser siempre nuestro distintivo y nuestra fuerza y la razón de toda nuestra acción apostólica. Es el único sello de autenticidad del cristiano. Queremos que se pueda decir de nosotros lo que decían de los primeros cristianos: «mirad cómo se aman» (Tertuliano, Apología contra Gentiles, Cap. 39). Sabemos, como nos dice san Pablo, que «la caridad no pasa nunca» (1 Cor 13, 8). El bien une; el mal divide, crea tristeza personal y transmite vaciedad y oscuridad. Dios es Luz, porque es Amor, y donde está Él todo se ve con ojos diferentes.

Dios siempre nos llevará a la caridad: solamente donde hay caridad y unión, ahí está Dios. Lo demás no cuenta. El que ama, no teme ni se equivoca. El mejor agradecimiento que podemos ofrecerle a Dios es, sin duda, la unión, el espíritu de cuerpo, la caridad. ¿De qué servirían las obras de apostolado, los proyectos, el crecimiento, los centros educativos y las obras de cualquier tipo, si no son por amor a Dios y a nuestros hermanos? ¡Todo sería vano! Hemos de ser apóstoles del evangelio, mártires de la caridad: «Esto os mando, que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12).

En lo personal, quisiera también agradecer a Dios, y agradecer a todos ustedes, la santidad de sus vidas. Como hombres siempre tendremos nuestros fallos y debilidades, pero así también, nos unimos en la misericordia infinita de Dios. Y, así, comprometidos seriamente en encarnar la santidad que Cristo nos propone en el evangelio. Ustedes, miembros del Movimiento, son sin duda una esperanza para la Iglesia, que anhela disponer de cristianos comprometidos para la nueva evangelización en la que Ella está embarcada. Allí, donde más lo necesitan el Papa y la Iglesia, por el amor apasionado a ella, están y estarán los hombres y mujeres del Regnum Christi, bien dispuestos a ser servidores.

Dentro de poco entraremos en la Semana Santa. ¿Qué podemos hacer, en el contexto particular que estamos viviendo, para disponernos a participar en la pasión y muerte de Jesucristo? Yo creo que en esta cuaresma tenemos que seguir esforzándonos por poner en práctica las grandes consignas que nos da la Iglesia para este período: la oración, el sacrificio y la caridad. Las tres, pero quizás, si se pudiera destacar una en especial, podríamos fijarnos sobre todo en la práctica de la caridad, esencia del mensaje evangélico y de nuestra espiritualidad, pues es allí en lo que más podemos asemejarnos a Jesucristo.

Decía el Papa en su mensaje para la cuaresma de este año: «Siguiendo sus enseñanzas [de Jesús] podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándolo estaremos dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos» (n. 5).

Darnos, como Cristo, sin reservarnos nada. «El testimonio de los santos demuestra que en la cruz de Cristo, en el amor que se entrega, renunciando a la posesión de sí mismo, se encuentra la profunda serenidad que es manantial de entrega generosa a los hermanos» (Benedicto XVI, audiencia del miércoles de ceniza, 6 de febrero de 2008). Para ello, necesitamos practicar la humildad, como decía el Papa en su última audiencia, comentando el camino de conversión de San Agustín: «Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, algo que cada uno de nosotros siempre necesita. […]

Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día».

No podría terminar esta carta sin dirigir también un ?gracias? a nuestra Madre del cielo, la Virgen Santísima. Nuestro Padre, tal como quería, tenía frentea sí, en sus últimos días, una imagen de la Virgen de Guadalupe. Y también una imagen de la Virgen de Guadalupe se quedó con él, sobre su féretro, en la tumba donde fue depositado.

María Santísima, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, te suplicamos que intercedas por nosotros, que no nos dejes solos. Tu eres nuestra Madre y contigo, bajo tu protección, todo está arreglado. Queremos que nos enseñes a tener esperanza, tú que eres madre de esperanza, y que podamos comprometer para siempre nuestra vida con el fin de que la Legión y el Movimiento sean lo que tienen que ser para realizar la voluntad de Dios en nuestras vidas y entregarnos sin reservas en el servicio de los hombres, nuestros hermanos. María, cuida nuestra vocación.

Haznos apóstoles sencillos y puros, mansos y humildes. Que, por más buena que haya sido nuestra vida hasta hoy, no sea igual en adelante. Ayúdanos a hacer la opción por la santidad, no como un logro personal, sino como una respuesta de amor. Que no nos dé miedo morir por tu Hijo y que tengamos por pérdida todo aquello que no sea su amor. Tómanos de la mano, como a los apóstoles, y haznos arriesgarlo todo y remar mar adentro.

Les agradezco nuevamente y les pido una oración para que pueda ser fiel a lo que Dios pide en cada momento. Con todas mis oraciones y gratitud, quedo su afmo. servidor en Jesucristo,

Álvaro Corcuera, L.C.

¡Venga tu Reino!
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