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?Pero qué ingenuo podía llegar a ser!
Aún no sabía que lo que realmente estaba pasando es que Dios me quería?
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Claro que me gustaría contar una historia intrépida, emocionante y apasionada. Pero no tengo otra más que la he vivido. Y por eso es por lo que me atrevo a contarla, pues si fuese por el mero gusto de contar mi vida, aseguro que jamás lo haría. Sin embargo es por el gusto de contar la obra que Dios ha hecho en mí, y esto no hay quien me lo haga callar.
Como otros muchos niños de la España de no hace muchos años, yo procedo de una familia sencilla, trabajadora, cristiana por tradición. Y como tal, me regalaron la fe, una fe tan sencilla que imagino ni se planteaban por qué ir a misa los domingos. Y en medio de un ambiente tan tradicional y con la parroquia tan cerca de mi casa, llega el momento de asistir a la catequesis de primera comunión. ¡Qué aburridas! Pero no quedaba más remedio que pasar por ahí hasta que al fin llegase el gran día: mi primera comunión.
Nada extraordinario, un día de fiesta, pero en mi cabeza no había ni un solo razonamiento más allá de contemplar lo que estaba pasando.
Una vez hecha la primera comunión queda una pregunta que responder: ¿y ahora qué? Pues muy fácil: ¡por fin puedo dormir los domingos todo lo que quiera y ver los dibujos animados! Pero algo cambio un poco la historia.
Fue un día jugando en un parque con mis amigos cuando se nos acercaron un grupo de chavales algo mayores que nosotros. De esto sí que se podía fardar en el colegio, de tener amigos molones más mayores que los de tu clase y que si llega el momento te pueden defender. La cosa prometía. Poco a poco se fue afianzando tal amistad, y, lógicamente, poco a poco tratábamos de parecernos más y más a ellos y de imitarles en lo que podíamos, del mismo modo que ellos trataron de irnos configurando y modelando a lo que querían hacer de nosotros.
Y es que no tenían otra pretensión que inculcarnos su propia ideología, algo extremista. Eso sí, muy hábilmente, la única condición para poder ser como ellos es que nadie supiese que les conocíamos ni que quedábamos y ser en todas partes un ?niño modelo’, por lo tanto, nada de portarse mal en casa, nada de suspender una sola asignatura? Vamos, teníamos que esforzarnos en ser el típico niño bueno. En estas que en mis pequeños razonamientos surgió el plan perfecto: si me meto en el grupo de monaguillos de la parroquia, nadie va a sospechar, pues allí todos son ?niños buenos’.
¡Pero qué ingenuo podía llegar a ser! Aún no sabía que lo que realmente estaba pasando es que Dios me quería, y mucho, así que me quiso guardar para que cuando estuviese preparado le conociese en verdad. Y así pasaron unos cuatro años con una doble vida: en casa en el colegio y en la parroquia era el niño bueno que tanto odiaba, y con aquellos que decían ser mis verdaderos amigos no quiero ni recordar lo que pude llegar a hacer. Pero no todo era tan bonito como parecía.
Mi corazón no estaba tranquilo. ¿Por qué tengo que seguir sufriendo? ¿Es que no hay nada que esté bien en este mundo? Aquellas experiencias no hacían más que herir mi corazón. Es más: ver a gente feliz y contenta me irritaba sobremanera. ¿Por qué yo no puedo vivir así?
Y sin quererlo apareció lo que tanto andaba buscando. Un joven que conocía de la parroquia me descubrió en mi realidad y sabía bien dónde me estaba metiendo.
Por eso, de la manera más firme y discreta, se empeñó en presentarme al Señor, a aquel que tantas veces había visto ofrecerse por mí en la Eucaristía siendo monaguillo. Se empeñó en anunciarme el amor que Dios me tenía. ¿Por qué? Pues bien sencillo: porque él ya lo había conocido. Nunca desesperó de mí. Se acercó una y otra vez para mostrarme al Señor.
Hasta que lo reconocí «al partir el pan». Descubrí derepente que todas mis lágrimas podían ser consoladas, que todo mi dolor podía ser curado, y que mi vida podía ser transformada. ¿Miedo? Sí, y mucho. Esto no es tarea nada fácil. Pero estaba conociendo lo que realmente anhelaba. No me podía permitir dar marcha atrás.
Con permiso, me ahorro todo el camino de conocimiento más profundo e íntimo con el Señor, pues imagino que es algo mucho más común. Pero en este camino, acompañado ya por una comunidad viva y en la que se hacía presente el Señor día tras día, realmente cuidado y confiado como un niño que todo lo quiere aprender, fui aprendiendo a rezar, a tener una relación con el que verdaderamente se había convertido en el Señor de mi vida.
Ya no sabía hacer planes sin contar con Dios. Por eso quería pensar en la carrera que quería hacer con él. Vaya, pero el Señor siempre sorprende cuando menos te lo esperas. Es por eso que en medio de una oración casi acotada hasta en las respuestas de Dios, él cambia las tornas. Empecé a caer en la cuenta de ante quién daba realmente brincos de alegría mi corazón, y, para mi desgracia primera, era cuando yo veía a un sacerdote. Yo quería ser como ellos, y no porque fuesen precisamente divertidos o carismáticos, más bien lo contrario, sino porque vivían muy cerca del Señor, porque le habían entregado su vida, que era lo que sin saberlo quería hacer yo.
Pronto aparecieron las típicas excusas: ?Señor, pero si a mí me gustan mucho las mujeres??, ?Mira que yo soy un juerguista?? ?Fíjate que todavía soy muy pequeño, quizá dentro de unos años, cuando haga una carrera?? ?Mis amigos no me van a entender?? En fin, no pasaban de ser meras excusas. Al fin y a la postre, eran modos de huir de lo realmente me estaba pidiendo el Señor: yo que había conocido el dolor debía consolar a su pueblo, y, entregando mi vida, dar de comer a tanta gente que aún hoy sigue tan hambrienta de Dios aún sin saberlo.
Ya no podía demorarlo más. Pero aún era joven. Se dispusieron todas las circunstancias para que yo me comenzase el Seminario Menor, primero asistiendo sólo a los grupos, luego empezando a vivir y estudiar allí. Aún hoy doy gracias por aquello que me vino tan bien para ir forjando lo que aún estaba bastante destruido: un hombre. Incluso en el Seminario Menor, yo seguía inventándome excusas para no tener que entrar en el Seminario Mayor.
Pero todas eran tan pasajeras que al final, aquí me tenéis, formándome para ser, si Dios quiere, un santo sacerdote, eso sí, con todas mis limitaciones, que aún hoy son muchas. Pero Dios, misteriosamente, ha querido llamarme a mí con todo lo que he sido, lo que soy y lo que seré.
Después de tanta letra, no tengo mucho más que contar. Eso sí, toda esta historia me la podría haber ahorrado con una sola palabra que pronuncio cada día y que resume la obra que Dios ha hecho en mí: «¡Gracias!»
Dios era cercano, tan cercano que me llamaba por mi nombre y que de repente?
me pedía que le siguiera con total radicalidad.
Soy el segundo de seis hermanos y tengo 23 años y he tenido la suerte de ser llamado por el Señor. Cuando uno habla de la vocación habla de su vida, y cuando uno ya está en 4 curso del seminario y con vistas a una próxima ordenación, uno solo puede dar gracias y darse cuenta de que Dios siempre da mas de lo que soñamos o nos imaginamos.
¿Y como es que a un joven se le ocurre eso de ser sacerdote? Pues muy fácil, si estás atento a lo que Dios quiere para ti; es muy importante llevar una dirección espiritual y hablar con un sacerdote que tenga mas experiencia que tú, porque muchas veces te crees que te lo estás imaginando o que no puede ser verdad que Dios te haya llamado a ti.
También frecuentar los sacramentos en los que la Gracia de Dios se transmite, todo esto te puede parecer difícil o aburrido, pero se te hace muy fácil si estás enamorado de Dios, no te cuesta. Si no haces esto es difícil que puedas leer en los signos de cada día las llamadas de Dios, es como una radio que tiene mal conectada la frecuencia de FM o como un novio que dice que quiere a su novia pero nunca la llama o no siente la necesidad de verla porque en el fondo no la quiere, pues con Dios pasa algo parecido.
En mi experiencia fue clave un sacerdote diocesano de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz que me acompañó en todo ese proceso antes de ir al seminario y con el que pude ir viendo que la llamada que Dios me hacia era a la santidad de vida sobre todo, y en concreto en el sacerdocio entregando mi vida por los demás, y en servir a la Iglesia como la Iglesia quiera ser servida.
Otro momento clave fue la visita a España de ese gigante de la fe que fue Juan Pablo II, Él nos animó a todos los que en ese momento estábamos a las puertas del seminario, nos dijo: ?Merece la pena entregar la vida por los hermanos y por el Evangelio?, fue un momento fuerte de decisión para afrontar la vocación. Y es verdad que Cristo no quita nada y lo da todo, hay muchos jóvenes que tienen vocación y no dan el paso por miedo a dejar cosas o proyectos personales pero cuando entras te das cuenta de que eso eran fantasmas que te alejaban de Cristo y que como toda tentación no son reales.
La realidad es que Cristo te llena la vida, eres feliz viviendo en pobreza, obediencia y celibato porque estás con Dios y Él tiene todo lo necesario para saciar los corazones de los hombres que están sedientos de su amor y no lo saben, tengo experiencia de haber recibido el ciento por uno, yo esperaba 100 y Dios me ha dado mas de 1000, así de sobreabundante es Dios.
A veces nos gustaría ser como San Francisco de Javier e ir gritando por todos los colegios y universidades a los jóvenes que no gasten su vida solo en cosas terrenas sino que la gasten en cosas de Dios, porque al igual que los laicos, toda acción hecha con amor y por Cristo es una acción eterna que no acaba nunca y que perdura para siempre. En esto deberíamos gastar más el tiempo todos, sacerdotes y laicos en buscar la santidad de vida.
Luego en el seminario hay como en la vida momentos mejores y peores, pero en la Cruz está la alegría, es una certeza que Dios nos da, nos quiere tanto que nos une a su sacrificio redentor y salvador para que con Él nosotros también salvemos a la humanidad que sufre y espera la salvación de Dios.
En estos tiempos que corren hacen falta tanto en España como en Europa santos, personas enamoradas de Cristo que con el testimonio de sus vidas transformen el mundo en todos sus ámbitos de trabajo, universidad, política, etc… y también muchos sacerdotes santos.
Si eres joven(o no tan joven) y sientes algo en tu corazón, esa llama del fuego del amor de Dios y dices con Cristo: ?he venido a prender fuego al mundo y ojalá ya estuviera ardiendo?, y tienes ganas de hacer algo grande te invito a que dejes atrás los miedos y te animes a entrar al seminario, verás cumplido todos aquellos anhelos que Dios siembra en tu corazón, hacen falta obreros y la paga es muy buena: el cielo.
Nos encomendamos a María la Madre del Salvador y a San José para que proteja a todos los sacerdotes y seminaristas del mundo.
CARLOS MARÍA (5º curso