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Mc 11, 1-10 Al acercarse a Jerusalén, a Betfagé y Betania, junto al Monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos y les dijo:
—Id a la aldea que tenéis enfrente y nada más entrar en ella encontraréis un borrico atado, en el que todavía no ha montado nadie; desatadlo y traedlo. Y si alguien os dice: «¿Por qué hacéis eso?», respondedle: «El Señor lo necesita y enseguida lo devolverá aquí».
Se marcharon y encontraron un borrico atado junto a una puerta, fuera, en un cruce de caminos, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les decían:
—¿Qué hacéis desatando el borrico?
Ellos les respondieron como Jesús les había dicho, y se lo permitieron. Entonces llevaron el borrico a Jesús, echaron encima sus mantos, y se montó sobre él. Muchos extendieron sus mantos en el camino, otros el ramaje que cortaban de los campos. Los que iban delante y los que seguían detrás gritaban:
—¡Hosanna!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Bendito el Reino que viene,
el de nuestro padre David!
¡Hosanna en las alturas!
Docilidad a la Gracia
Nos ofrece la Iglesia en el Domingo de Ramos, para que los recordemos y meditemos una vez más, los acontecimientos de la vida de Nuestro Señor que culminan su obra redentora en la tierra. Y convendrá que, no sólo hoy, sino también los próximos días de la Semana Santa, meditemos pausadamente en esas escenas de la Pasión que, de un modo tan claro, nos muestran el amor de Dios por el hombre y la maldad del pecado.
Pero hoy, siguiendo los pasos a de Jesús y acompañados de los apóstoles y de tantos que le vitorearon aquel día, recordamos contentos la aclamación que recibió Jesús. Nos interesa mucho evocar aquella circunstancia, relativamente frecuente en su vida, aunque no faltaran también a menudo los momentos en que sufrió la incomprensión, la crítica inconsiderada y hasta la violencia de la gente. Las más de las veces, en todo caso, el pueblo sencillo reunido reconoce la bondad de Jesús, se muestran agradecidos y, de un modo natural, expresan sus sentimientos aclamándole.
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, dice con toda razón la gente. Viene en el nombre de Dios y está ahí. Está por ellos, para ellos, a favor de ellos, como está ahora junto a nosotros aunque no le vean nuestros ojos. Aquellas gentes son para nosotros un permanente ejemplo, un recordatorio de que, teniendo a nuestro Dios tan cerca, es de justicia que nos sintamos felices. La cercanía del Señor reclama de sus hijos que demos testimonio de alegría, de optimismo, de seguridad, de paz. Es necesario que los demás nos noten sin temores a pesar del dolor y las contrariedades, a pesar de las dificultades habituales o incluso extraordinarias de nuestra vida.
El estado de ánimo de un cristiano, por ser hijo de Dios, contrastará necesariamente con el de los hombres que no tienen fe o no la practican. Por tanto, si alguna vez nos sentimos tristes, reaccionaremos con prontitud: un pensamiento sobrenatural, y ¡arriba ese corazón! Jamás tenemos derecho a estar tristes. Nunca llevamos razón: por muchos aspectos negativos que nos sintamos forzados a contemplar, por grande que sea el sufrimiento, siempre será más cierto y más objetivo, que Dios nuestro Señor nos contempla con cariño paternal, aunque no sepamos reconocerlo. Tal vez –cuando por alguna circunstancia especial nos pese más la tristeza– sea entonces el momento de reaccionar y, estimulados quizá por ese sinsabor, abriremos los ojos del alma, hasta reconocer que el Señor pasa triunfante ante nosotros y para nosotros como siempre.
De continuo es una buena ocasión para la alegría. Aunque en nuestra vida haya penas, no deben ser jamás tan profundas como para introducirnos en una absoluta tristeza. Seríamos injustos por no darle importancia a que Dios está junto a nosotros de continuo: siempre junto a nosotros y a nuestro favor. El Domingo de Ramos, día de alegría también en la liturgia, puede y debe ser, en este sentido, una jornada de siempre, habitual para cada uno: vivir es un permanente Domingo de Ramos. Pero, antes de las alabanzas, nos cuenta San Marcos un suceso muy interesante porque de algún modo hizo posible la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Jesús encomienda a dos de sus discípulos una pequeña tarea. Deben realizar un misterioso encargo, consistente en traerle un borrico joven –en el que nadie había montado todavía– para que, a la usanza de los grandes personajes de Israel, pudiera recibir adecuadamente la aclamación del pueblo.
No sabemos quiénes fueron los dos discípulos que trajeron el borrico. Sabemos, en cambio, que Jesús confió en ellos y que tuvieron fe en Jesús: no pensaron en dificultades, a pesar de lo audaz y atrevido que pudiera parecer el encargo, sino que hicieron exactamente como Jesús les había indicado. Tal vez, a esas alturas de la vida pública del maestro y después de tantos días en su compañía, ya se habían habituado a obedecerle y a experimentar la eficacia de esa obediencia: no se les ocurría pensar que los acontecimientos fueran a desarrollarse de modo distinto a como había predicho Jesús. Lo importante, en todo caso, era hacer su voluntad, porque era la voluntad de Jesús.
De continuo descubrimos lo que Dios espera de nosotros en las más corrientes circunstancias de nuestra jornada. Si lo pensamos con cierto detenimiento, podremos reconocer que esos modos de actuar que agradan a Dios, vienen a ser encargos que Él nos hace: nos espera de mil modos diversos, como a aquellos dos discípulos que le trajeron el asno. Como esperó y encontró siempre correspondencia en Santa María.