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CASA DE LA BOLA II

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Una casona que es un libro de aventuras

La Casa de la Bola, cuando la adquirió don Antonio, fue decorada según la moda, muy al suntuoso y ecléctico estilo de mitad del siglo XIX. El había vivido, en su juventud, en una casona semejante. Así, uno se explica la exuberancia en el ornato, la diversidad de obras de arte de distintas épocas, las paredes tapizadas de seda, los impresionantes candiles y espejos. En esta casa se respira una atmósfera decimonónica que prácticamente ya no impera en ninguna casa en México.

Precisamente en el siglo pasado, el actual edificio sufrió eventuales agregados, que sin embargo no afectan su esencial corte colonial. Se cree que el predio como tal, existe desde el siglo XVI, aunque los documentos que certifican la propiedad, son de 1600. A partir de esa fecha, la Casa de la Bola ha tenido 19 propietarios, lo que la convierte en testigo de mil aventuras que darían margen a relatos costumbristas entrelazados a un contexto histórico determinado. Tuvo dueños poderosos y ricos, que al vaivén de nuestra accidentada historia, sufrieron serios reveses de fortuna.

El primer propietario registrado de la Casa de la Bola, fue un inquisidor: Francisco de Bazán y Albornoz. Para finales del siglo XVIII, aparece como dueño un señor de apellido Gómez, metido en negocios de minas, quien finalmente perdió su fortuna, viéndose obligado a vender la propiedad mediante un sorteo de la Lotería Nacional, organismo con el cual se sostenía, en el siglo pasado la Academia de San Carlos. Fue entonces cuando llegaron a dos arquitectos, académicos eméritos de la propia Academia, para realizar el levantamiento de la casona, levantamiento que aún existe y que conservaba celosamente don Antonio. El documento data de 1801 y contiene una prolija descripción de la casa, demostrándonos que, salvo algunas leves modificaciones, el edificio se conserva casi intacto a como era a finales del siglo XVIII.

Una deliciosa propiedad campestre

Con ocasión del levantamiento, y dentro del inventario total de la construcción encontramos una detallada descripción de los jardines, lo cual nos hace considerar la casa como residencia campestre. No llegaba a ser hacienda, aunque allí se producía aceite de oliva y había algunos huertos. En la planta baja de la casa había instalaciones destinadas a la elaboración y almacenamiento del aceite. Por otro lado, la finca contaba en el frente con un extenso magueyal, del que seguramente se extraía pulque para el consumo casero y para la venta. Hoy ya no quedan ni olivos, ni frutales, ni magueyes. Los actuales jardines, por demás hermosos, únicamente conservan restos de la instalación hidráulica: una gran pileta situada al fondo, de la cual salen varios ductos de barro que, antiguamente, desembocaban en estanques escalonados cuyos vestigios aún pueden apreciarse.

De la venta-sorteo quedó como nuevo propietario el conde de la Cortina, quien poco después vendió parte de la propiedad al marqués de Guadalupe. La finca estaba dividida en la Casa Grande y la Casa Chica. Suponemos que lo que ahora conocemos fue la Casa Grande, misma que, finalmente, queda en total posesión de la familia del marqués de Guadalupe, es decir, de la familia Rincón Gallardo. De esta familia, la última persona que la habitó fue una singular señora: doña Ana Rosso de Rincón Gallardo, que ya viuda, practicó el voto de pobreza, y quien dentro de la suntuosa mansión se limitó a ocupar en un apartado rincón, una pequeñísima habitación cuyo mobiliario era un catre.

A la muerte de doña Ana, la casa quedó en posesión de familiares y, como ya apuntamos, en 1942, don Antonio la compró a uno de ellos, don Joaquín, emparentado a su vez con él.

Don Antonio compra la casa en $95,000, que, en plan anecdótico, se dice que pagó en el mismo momento de la transacción, en efectivo y en billetes de cinco pesos que llevaba envueltos en papel periódico.

Vale la pena mencionar que las hermanas Juliana y Josefa San Román, abuela y tía abuela respectivamente de don Antonio, fueron excelentes pintoras, discípulas del maestro catalán Pelegrín Clavé, quien habiendo llegado a México en 1847, fuera poco después Director de la Academia de San Carlos. Tanto en la Casa de la Bola como en Santa Mónica y San Cristóbal Polaxtla, hay pinturas de las dos hermanas.

Entre sedas y semipenumbra

Con toda seguridad, los capitalinos han pasado muchas veces frente a la Casa de la Bola y la han visto sin mirarla, dado lo rápido y fluido que resulta el tráfico en Parque Lira. Pero habrá quienes, aunque sea de reojo, hayan percibido la majestuosa fachada enladrillada, la balconería de recia herrería y el imponente portón de madera.

Bien, pues cuando se tiene la suerte de que se abra el portón, lo primero que el visitante admira es un hermoso patio colonial rodeado de elegante columnata. Al fondo, una verja de madera deja vislumbrar el jardín, que tal vez en alguna ocasión recorriera el inquisidor Bazán y Albornoz que, aun con su espada enfundada en el tahali lo cruzara lentamente, antes de recluirse en sus habitaciones.

A la izquierda del patio, queda la solemne escalinata de piedra ya desgastada, cuyos altos muros están cubiertos por pinturas: desde un Santo Domingo, de Luis Juárez, del siglo XVII, hasta varios óleos anónimos peruanos del XVIII.

La escalinata conduce a un corredor con cristalera, punto inicial de lo que será una larga procesión de obras de arte a admirar. La Casa de la Bola cuenta con once inmensos salones que se inician en el gran comedor: mesa de roble, vitrinas con platos de Compañía de Indias, porcelanas de Limoges, cristalería de Bacarat.

Entre salón y salón, hay estupendas puertas labradas que don Antonio conseguía de casas antiguas en demolición. La casa cuenta con dos bibliotecas en las que hay pinturas de reconocidas firmas, esculturas, muebles europeos y mexicanos del XVIII, dos relojes soberbios de caja larga y mil maravillas más.

Las recámaras son dos, la llamada de verano y la suntuosa de invierno. Y hay tres regios salones, en el denominado "verde", destaca un escritorio tipo boulle, estilo Mazarino, del siglo XVIII; el salón San Román, con muebles Napoleón III, ostenta pinturas de las hermanas San Román; y el "salón Versalles, que se antoja una palaciega sala de baile, tiene sus paredes revestidas con inmensos espejos franceses del XIX.

El visitante pasa enseguida a un recibidor con pinturas de María Antonieta, Luis XVI, Maximiliano y Carlota, al que don Antonio llamara el Altar de los Reyes Sacrificados. Y desde ahí se introducirá a un salón fumador presidido por un colosal candil de Murano, verdaderamente excepcional.

La última habitación por visitar es el pequeño oratorio. Allí, don Antonio excluyó lo profano del arte para concentrar su atención en el altar y unas cuantas imágenes religiosas.

Así termina el recorrido del visitante, quien por más de hora y media se sintió transportado a otro ambiente y a otra época, más tarde bajará lentamente las viejas escalinatas, dará un último y silenciosos paseo por los jardines de tupida vegetación, antes de salir nuevamente al ajetreo de la ciudad; sin embargo, sus sentidos aún permanecerán absortos en el mundo de la historia, de leyenda, de arte, que acaba de disfrutar

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